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Memorias de un perejil

La última vez que tomé un café con Fernando de la Rúa, el juez federal Daniel Rafecas acababa de someterlo a un careo con Mario Pontaquarto, el “arrepentido” de los sobornos en el Senado. De ese encuentro, que equiparaba con el trance socrático de beber cicuta, De la Rúa sólo parecía recordar dos detalles.

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La última vez que tomé un café con Fernando de la Rúa, el juez federal Daniel Rafecas acababa de someterlo a un careo con Mario Pontaquarto, el “arrepentido” de los sobornos en el Senado. De ese encuentro, que equiparaba con el trance socrático de beber cicuta, De la Rúa sólo parecía recordar dos detalles.
Primero: Pontaquarto lo había increpado porque De la Rúa había dicho de él que “era un peladito parecido a Mussolini”. Y, sí, lo había dicho. Pero es que Pontaquarto “era” igual a Mussolini; lo había mencionado, sonreía De la Rúa, sólo a fines descriptivos.
Segundo: las piernas de Pontaquarto se sacudían con un nerviosismo incontenible durante el careo, como si no pudiera estarse quieto, lo que en ese momento trajo a De la Rúa el recuerdo de una tía de su infancia que se negaba a ir con el marido al cine porque éste movía una pierna del mismo modo nervioso, causando un ruido repetitivo que molestaba a los espectadores y la avergonzaba.
Estos datos eran típicos del discurso, o el razonamiento, o un cierto modo de ser de De la Rúa: aparentemente nimios, pero cargados con una gota de malicia. Con esos dos datos quería dar por probado –aunque no lo dijo así– que había ganado una pulseada a la que dignamente se había ofrecido (porque podría haberse rehusado).
Para él, se trataba de una victoria sólo moral, porque se decía víctima destinada al sacrificio. Este victimismo tampoco era nuevo en él, pero esta vez había adquirido nuevos alcances. Si había caído como cayó, a fines de diciembre de 2001, y si desde entonces acumulaba en los tribunales procesamientos por usar como jardinero personal a un empleado del entonces Concejo Deliberante, por defraudar al Estado con el megacanje (luego revocado), por pagar las coimas del Senado y por su responsabilidad en cinco de las muertes del 20 de diciembre, era, dijo, porque, a diferencia de otros ex presidentes, carecía de respaldo de partido, aparato político o sector de poder alguno.
Alrededor de esta idea, se estructuraban unas Memorias con las que ha estado lidiando desde poco después de su caída.
Yo sabía por allegados suyos que había emprendido la escritura en 2002. Luego de un tiempo, un amigo que lo visitaba a menudo me había confiado su impresión de que De la Rúa se iba convenciendo a sí mismo de una versión de los hechos extraída de su imaginación.
Como fuera, la avalancha de denuncias y procesamientos lo obligó a concentrarse en su defensa –en otro gesto típico, se ocupaba personalmente hasta de los escritos–, lo que lo llevó a desviarse hacia otro libro, Operación Política. La causa del Senado, su descargo en el caso de los supuestos sobornos pagados a senadores para que aprobaran la ley laboral, que Editorial Sudamericana publicó en 2006 (los costos de la edición fueron pagados por el autor).
Tras la publicación de ese libro, que pasó sin gloria, había vuelto a pensar en sus Memorias, pero le quedaba poco tiempo. Había debido cerrar su fundación, que tenía oficina en un edificio señorial de Recoleta. Ahora usaba como despacho una habitación prestada en el estudio de un abogado amigo en Tribunales.
Las Memorias, imaginé, abarcarían buena parte del último siglo de política argentina: desde el gobierno del radical Arturo Illia, al que se sumó como flamante abogado, recibido en tiempo récord y con medalla de oro, hasta la apertura democrática de 1973, cuando fue el único candidato radical (a senador por la Capital Federal) que pudo vencer al peronismo, lo que lo convirtió en el compañero de fórmula presidencial de Ricardo Balbín en septiembre de ese año; hasta la histórica alianza entre el peronismo menemista y la “liberal” UCeDé, que le arrebataron su triunfo en las elecciones por senador porteño en 1989; hasta la democratización del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, del que fue primer jefe de Gobierno electo (1996); y hasta la también histórica alianza entre la UCR y el Frepaso, que lo llevó al gobierno nacional en 1999, cerrando la década menemista.
Ese recorrido, hasta ahí casi impecable, había sido resultado en buena medida de una competencia interna, me habían explicado alguna vez los hombres que mejor lo conocían: De la Rúa siempre se había sentido menospreciado por su partido –en especial, por Alfonsín–, y llegar a la presidencia, primero del partido y después del país, había equivalido a probarle que estaba equivocado. El éxito, se sabe, es la mejor venganza.
Pero no: De la Rúa no iba a incluir todo eso en sus Memorias, si alguna vez terminaba de escribirlas, porque ¿a quién podía importarle su vida pasada?, me preguntó, sin esperar respuesta. El libro que estaba en su mente era el de su presidencia: explicaría por qué no había logrado hacer lo que se había propuesto, se centraría en los obstáculos. Mostraría cómo el radicalismo, el peronismo, el Frepaso, el FMI, Alfonsín, Chacho Alvarez, Eduardo Duhalde y hasta sus propios ministros y secretarios le habían negado respaldo, habían conspirado en su contra o le habían impedido actuar.
Su tesis: había sido, todavía era, según sus propias palabras, “un perejil”.
Un presidente perejil primero, un ex presidente perejil ahora. Lo opuesto de Alfonsín, Menem y Duhalde, que tenían detrás suyo estructuras de poder. En cambio, él estaba solo, sin respaldo. Por eso había caído y por eso era el único ex presidente que gastaba su retiro en los Tribunales.
Dicho en una frase: sus treinta años de vida política habían consistido en probar que lo subestimaban; ahora, en el ocaso, se ha propuesto probar lo contrario.