El papa Francisco parece más peronista y, por lo tanto, menos sectario que Cristina. El jefe de la Iglesia de 1.200 millones de fieles predica con el ejemplo, no tiene doble discurso, hace un dogma del despojo de todo lo material, dice que se puede perdonar a pecadores pero no a corruptos, les habla incluso a los ateos y jamás pierde de vista a los más débiles, a los cabecitas negras del mundo, como los que “sobremueren” en el mar huyendo de la isla de Lampedusa o las mujeres pobres esclavizadas por la trata en la Argentina.
La jefa de Estado de 40 millones de argentinos encubre a los más encumbrados ladrikirchneristas, como Ricardo Jaime y Lázaro Báez, que se enriquecieron en complicidad con Néstor; gobierna sólo con los más fieles, que son cada vez menos, y divide todo lo que puede para reinar.
Lo que más le preocupa al Papa es que haya cinco centrales sindicales en el país y, aunque jamás lo confesaría, impulsa la unidad para después de las elecciones.
En muchos aspectos, Francisco y Cristina son el día y la noche. Gracias a la invitación de Dilma Rousseff, estarán por segunda vez cara a cara desde que el cardenal Jorge Bergoglio, enemigo íntimo del kirchnerismo, se transformó en el Sumo Pontífice celebrado, de la boca para afuera, por los oficialistas.
La versión más repetida entre los ministros es que fue necesaria la intervención de Rafael Correa para que Cristina depusiera su actitud de ira frente a la designación de Bergoglio en el Vaticano. Católico practicante, el presidente de Ecuador, que después llevó a su madre para que el Papa la bendijera, le hizo comprender a Cristina que no podía enfrentarse a semejante liderazgo planetario.
El Papa más venerado por las multitudes y los humildes, el más revolucionario hacia afuera y hacia adentro de Roma, entre otros milagros logró revivir el entusiasmo de los jóvenes por una fe que se parece a ellos y a sus utopías. Eso instaló nuevamente a la Iglesia como un ámbito de acumulación política. Y aquí se expresa cada vez con mayor contundencia. Hasta la propia Hebe de Bonafini, que supo maldecir a Bergoglio cuando estaba en la lista negra del matrimonio Kirchner, ahora le envía abrazos esperanzados aunque cargados de sus propias expresiones de deseo. Dice Hebe: “En lugar de luchar contra la pobreza, hay que luchar contra la riqueza”, y ese pensamiento ligado a la lucha de clases está lejos de una doctrina social de la Iglesia, que, al igual que el peronismo, apuesta a la conciliación de clases, a la justicia y la cohesión social, y a la convivencia. Nunca el Papa fomentó el odio y la venganza. De hecho, hasta recibió con afecto a la presidenta que tanto lo había combatido. Chicana al margen: combatir la riqueza, según Hebe, ¿pone en la mira a Cristina y Lázaro?
El Papa eligió olvidar aquella vez que Néstor Kirchner, sin nombrarlo, casi sacrílego, dijo que el diablo podía lucir sotanas, o que a partir de 2004 sacaron el tedéum de la Catedral Metropolitana para no escuchar más sus homilías cargadas de ataques a la corrupción y la soberbia y de reclamos para que se combatiera con más urgencia y eficiencia la pobreza.
Una legisladora cristinista lo caracterizó de “genocida”. La propia Estela de Carlotto, antes de que Francisco la recibiera con Juan Cabandié, lo fustigó como si se tratara de Astiz, y le reclamó declaraciones públicas de compromiso con las Abuelas que ni el matrimonio Kirchner hizo durante la dictadura. Pero ese doble discurso es genético en el kirchnerismo. En su decadencia, como ocurre siempre, se potencian sus peores desvalores. Chevron y Milani son dos casos de libro. El Gobierno se bajó los pantalones y entregó a Chevron privilegios sólo justificados por su desesperación por conseguir dólares. Axel Kicillof festejó el carnaval de inversiones que se viene. Si esa medida la hubiera tomado cualquier otro dirigente, el cristinismo neofrepasista lo hubiera calificado de “cipayo vendepatria”.
Se consolida la idea del fundamentalismo K de que todo lo que ellos hacen es bueno y de izquierda, aunque entreguen el rosquete y la bandera de la soberanía hidrocarburífera. En el mismo sentido, para deglutir el sapo Jaime, suelen decir que la lucha contra la corrupción no es algo central en estos tiempos emancipadores. La más grave claudicación y el mayor retroceso a tambor batiente y paso redoblado surgen del escándalo del general César Milani. Un ex preso político, Ramón Olivera, simpatizante del kirchnerismo para más datos, ratificó ante la Justicia sus denuncias por violación a los derechos humanos por parte del militar cordobés. No fue una declaración oportunista ni de circunstancia, porque ya lo había dicho por escrito ante el Nunca más riojano en 1984. Nadie sabe qué pasó con el soldado Alberto Ledo, y su madre, con pañuelo blanco en la cabeza, exige que se investigue porque muchos dicen que su hijo fue el asistente de Milani durante el combate contrainsurgente en el monte tucumano. El genocida Antonio Domingo Bussi, ante su hijo Ricardo, elogió el “compromiso” de Milani en esos grupos de tareas. Sin embargo, para Horacio Verbitsky, que embarcó en esto al CELS, no hay nada que revisar. Por muchísimo menos, por versiones de que había señalado a unos sacerdotes jesuitas, Verbitsky desató una guerra santa contra Jorge Bergoglio. La razón es que Milani pertenece al ejército militante y el sacerdote jesuita era un enemigo. Otra diferencia clave: Bergoglio fue apoyado por numerosos testimonios que aseguran que ayudó a muchos perseguidos por la dictadura, entre otros, de Alicia Oliveira, irreprochable defensora del juicio y castigo a los culpables. De Milani sólo se sabe que estuvo adentro del monstruo terrorista de Estado en el que se convirtieron las Fuerzas Armadas en 1976.
Aunque ambos en su juventud se forjaron en la matriz del peronismo, todas las recientes definiciones y acciones del papa Francisco lo fueron elevando en la consideración de la humanidad. En cambio, Cristina fue descendiendo en su imagen debido a decisiones equivocadas más producto de sus rencores personales que de la racionalidad. Así en el cielo como en la tierra. En otras palabras: este país tiene Papa. Falta saber si tiene cura.