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Mezcla letal de facilismo e imprudencia

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El 21 de mayo de 2011, Zaragoza derrotó a Levante por 2 a 1. Ese resultado, el de ganar, era el que necesitaba para evitar el descenso. A mediados de la semana última, los medios españoles informaron sobre la apertura de una investigación por “amaño” –arreglo– y apuestas ilegales a cargo de la Fiscalía Anticorrupción de ese país. La trascendencia que la noticia tuvo en la Argentina fue escasa y parcial: mucho más que la posibilidad de defraudación, lo que interesó es la posibilidad de que Leo Ponzio se pierda el superclásico del 5 de octubre: él y Leo Franco –hoy en San Lorenzo– jugaron aquel encuentro y son dos de los veinte futbolistas citados a declarar en fecha aún imprecisa. Lo más probable es que, tanto Franco como Ponzio, respondan al interrogatorio de manera escrita desde la Argentina. Salvo que alguno de ellos figure entre los futbolistas que, aseguran, están imputados en la causa, nómina también desconocida a esta altura.

No es la primera vez que algo así sucede ni con el fútbol ni con el deporte en sí. En algún momento a alguien se le ocurrirá repensar este romance espurio entre timba y juego. Es cierto que las casas de apuestas son tan poderosas que hasta auspician camisetas de equipos notables o torneos de tenis de primera línea. Pero también es cierto que algunas entidades deportivas se preocupan más por el bienestar de los que manejan el escolaso que por la tranquilidad de los propios deportistas. Es un alarido silenciado en el ambiente del tenis que el asunto de los partidos arreglados ya se ha cobrado alguna víctima entre los jugadores.

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Sin embargo, es torpe no vincular esta noticia con la vigilia que mantiene nuestro fútbol a la espera de que el negocio de las apuestas le dé el dinero que ya no pagará el Estado y que los propios dirigentes –con Julio Grondona como estandarte durante 35 años– no supieron cuidar. O no quisieron. O se robaron.

En algún sentido, da la impresión de que es un reclamo para la tribuna. Los principales dirigentes del fútbol argentino muestran un profundo desinterés por optimizar las finanzas de sus entidades. O por recaudar más. Actúan con las cuentas de las entidades con la desidia y la pasividad que no tendrían en sus emprendimientos privados.

Varios asuntos los dejan en evidencia. Por un lado, la tendencia a recaudar cada vez menos en venta de entradas. No sólo nos acostumbraron a la deformidad de que no haya público visitante en los estadios, sino que, en muchos casos, ni siquiera se ponen en venta entradas para quienes no sean socios. Por el otro, el fenómeno barra brava que hace que en muchos partidos de todas las categorías oficiales los ingresos sean inferiores a lo que se debe pagar por un operativo policial que, además, o se incumple o fracasa sistemáticamente. El jueves último se supo que, para no garantizar la tranquilidad del próximo River-Boca, se contratará un total de 1250 efectivos. Teniendo en cuenta que no habrá hinchas boquenses y que la enorme mayoría de los asistentes son personas de bien interesadas en el partido y no en llenarse de guita –y sangre– con lo que genera la camiseta que dicen amar, no se entiende un operativo de semejante magnitud. Consideremos, exageradamente, que entre las distintas facciones de mercenarios escondidos bajo la camiseta de la banda roja, sumen quinientos barras. Y que, para el resto, no debería ser necesario más policías que para un recital de Pearl Jam o Metallica. Podríamos aventurar que se calcula la necesidad de disponer, por lo menos, dos efectivos por barra brava. Todo esto no lo paga ni un banco, ni un bingo, ni una aseguradora. Lo paga el Club Atlético River Plate, cuya salud financiera a veces termina siendo tan irrelevante como las disertaciones matutinas de Capitanich.

La deuda, el descalabro, no es ni de D’Onofrio, ni de Angelici, ni de Grondona, ni de Bonadeo. Es de los clubes. Dicho en argentino: no es de nadie.
Hay infinidad de aristas que justifican la idea del desprecio por los números de nuestros clubes, circunstancia que, por cierto, sólo parece importar a los dirigentes –o a los aspirantes a serlo– cuando sienten que la llave de esa caja fuerte llena de pelusa va a quedar en sus manos. Tal vez por eso el fútbol argentino no registra casos de autoridades condenadas por el desfalco que, indudablemente, padecen muchas de las entidades. Y no porque ponerlos bajo sospecha sea sólo cuestión de cronistas mala leche y prejuiciosos, como pretenden instalar un par de incalificables.

Aun cuando el interés por recaudar más dinero a través de lo que ¿genera? el fútbol fuese genuino y lo que, tal vez, se facture extra a partir de 2015 se destine a ordenar cuentas y no a comprar jugadores incomprables, contratar técnicos por tres meses, cooptar gente de prensa y financiar barras bravas, que la solución llegue desde el mercado de apuestas es una mezcla letal entre facilismo e imprudencia.

Facilismo, porque circunscribir la solución financiera a lo que pague el Estado y lo que sumen los dueños de la timba es, cuando menos, dar una muestra de vagancia poco aconsejable. El sólo hecho de que nadie se preocupe por vender un producto que, al menos, se vea mejor, los deja en evidencia. Da pena ver que banderas sin hinchadas detrás o gigantografías de ídolos del club ayuden a tapar que, en las cabeceras visitantes ya no hay gente. Luego, lo mencionado: a más barras –violencia– menos socios –educación, salud, deporte– y a menos socios, menos gente que paga cuota. Averigüen en su club si lo que se produce por merchandising, museos, buffets, etc..., realmente termina en la cuenta corriente de la entidad.

Imprudencia porque nuestro fútbol profesional está tan infectado de violencia que es imposible garantizar que, con el asunto de las apuestas instalado en un circuito local (hace un par de décadas que se puede apostar desde un Boca-River hasta un Laferrere-Excursionistas pero en agencias del exterior) no se alimente aún más la cultura del apriete.

Muchos recordarán aquel episodio de 2006 cuando barras de Gimnasia y Esgrima La Plata entraron en la concentración de Estancia Chica y, a punta de pistola, exigieron a los futbolistas que perdieran el partido que debían terminar de jugar contra Boca y que, al momento de la suspensión (el entonces presidente de Gimnasia entre violentamente en el vestuario del árbitro Daniel Giménez), el Lobo ganaba 1 a 0. Hubo dos meses entre la suspensión y la reanudación. El partido lo ganó Boca 4 a 1 y lo que fue un escándalo de magnitud en ese momento –por la patoteada de un dirigente a un árbitro y por la confirmación de la apretada de los violentos a los jugadores y al entrenador– quedó en la nada. Entre otras cosas, porque Estudiantes ganó igualmente aquel torneo; evitarlo favoreciendo la victoria boquense era la finalidad de la agresión.

¿Qué razón impediría que los indeseables sin más pasión que vivir de arriba hagan algo similar exigiendo a su equipo perder el domingo porque decidieron apostar a manos del adversario? ¿O hacerlo con el árbitro de turno?
Jugando a ser voluntariosos, podríamos prescindir de toda esta porquería y confiar en que todo vaya por derecha.

Aun así, nadie podrá explicar que el costo del presunto billete fresco sea armar ese papelón de torneo de treinta equipos que nadie quiere jugar pero que nadie votó en contra. Que los cráneos de las apuestas pretendan un torneo de primera con doscientos equipos es asunto de ellos. Lo grave es que la dirigencia admita potenciar la mediocridad de la competencia.

En línea con la idea que les impuso Grondona, dirigentes como Luis Segura y Miguel Silva explicaron esta semana que no habrá marcha atrás con el esquema de torneo ni con los diez ascensos del Nacional B (otra arista encantadora será revisar cuánta plata de los Estados provinciales se están usando para armar planteles con aspiración de Primera).

Además, coincidieron en el disparate que significaría que haya diez descensos al final del año próximo. Consideran un disparate que desciendan diez pero no que asciendan diez.
No digan nada. No hace falta. La Argentina está llena de ciudadanos hartos de que les expliquen estupideces. Yo soy uno de ellos