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Mi amiga, la muerte

La asfixiante compulsión por no violar las fronteras blindadas del oportunismo ideológico convirtió a los suicidas en víctimas. Lo que sucede en rutas y calles de la Argentina evidencia una falla profunda en la sociedad civil. Los episodios recientes, sin ser nuevos, son muy ejemplificadores.

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Verrà la morte e avrà i tuoi occhi.
Cesare Pavese, Turín, 1950.

La asfixiante compulsión por no violar las fronteras blindadas del oportunismo ideológico convirtió a los suicidas en víctimas. Lo que sucede en rutas y calles de la Argentina evidencia una falla profunda en la sociedad civil. Los episodios recientes, sin ser nuevos, son muy ejemplificadores.
Los tres motoqueros que se mataron en la bonaerense 9 de Julio no fueron asesinados por la “inseguridad” vial, ni por algún criminal al volante. Tampoco perecieron como resultado de una circunstancia eventual. Se mataron entre ellos. Lo hicieron al jugar a la ruleta rusa con sus motos, en una “picada” para la cual ninguna fuerza de seguridad puede estar preparada, porque habría que decretar estado de sitio y toque de queda en las ciudades.
Lo mismo debe decirse del estremecedor accidente del pasado fin de semana en la porteña avenida Huergo, cuando un auto con cuatro personas a bordo intentó adelantarse, según parece, a toda velocidad, a un camión, para terminar descerrajando una carambola trágica en donde no sólo murieron ellos, sino además dos personas que viajaban en un auto aplastado por la arena del camión arrollado.
Medios de comunicación lacrimógenos, familiares compungidos, políticos oportunistas, un vasto concierto de voces cacofónicas agotan las posibilidades del lugar común y las obviedades más irrespetuosas, pero poca claridad hay en el diagnóstico de lo que sucede.
El incendio que esta semana estalló en un depósito clandestino del barrio de Once reveló que las lecciones de Cromañón no han sido socialmente metabolizadas. Todo sugiere que la Argentina sigue siendo un país hipnóticamente fascinado por el peligro y desdeñoso de la muerte.
Una parte determinante de los “accidentes” de los que hablan los medios no son acontecimientos azarosos e imprevisibles. Lejos de ser una sociedad castigada extrañamente por una supuesta mala fortuna, la argentina es una comunidad que vive con fruición su cortejo del peligro. Una componente fuerte que comanda el gen nacional desprecia la vida, la seguridad y la paz.
La pasión por los “operativos” domina, así, una imaginación precaria. La sociedad desdeña la norma sistemáticamente respetada y en el país se practican, en forma rutinaria, zafarranchos derivados de emergencias. Olas de asesinatos, secuestros seriales, matanzas viales, incendios encadenados, una extensa secuencia de siniestros repercute de modo previsible y mediocre en decisiones espasmódicas.
De pronto, luego de tres o cuatro robos, la Policía “satura” calles y controla vehículos en los cruces de la avenida General Paz. Ahora que se supo que el local incendiado del Once carecía de habilitación, el Gobierno de la Ciudad va a tapizar el barrio de inspectores. Más allá de las presumibles buenas intenciones de Mauricio Macri, ¿cuánto durarán los controles?
El inmediatismo cabalga entre nosotros como derivado necesario de ese pensamiento de corto plazo del que no podemos liberarnos. Si se quema algo, inspecciono locales. Si matan personas, hago controles policiales muy ostentosos. Si se cae un avión, declaro la emergencia aérea. Y así.
La espesa trama de normativas violadas y proclamas retóricas no puede ocultar el carácter autodestructivo de muchas maneras del modo de ser prevaleciente en estas latitudes. La pretensión, adolescente y de eterna inmadurez, de que la sola garantía para la salvaguardia de la vida estriba en cualquier instancia, menos en uno mismo, revela sus límites inflexibles.
Claro que la Argentina sería un país más seguro, cuidado y protegido si la ley y la voluntad de hacerla cumplir fueran plenas. Pero ninguna seguridad que provenga de afuera puede doblegar ese rasgo cultural profundo que genera conductas suicidas o, por los menos, una criminal desaprensión.
No hay leyes, operativos, ni marchas callejeras que reemplacen la potencia insuperable de las conductas individuales y de una comunidad adulta que quiera, sepa y pueda cuidarse.
Durante muchos años, una densa corriente de opinadores, que nunca lo leyó se dedicó a estigmatizar al norteamericano Samuel P. Huntington por su ensayo El choque de civilizaciones, alegando que el politólogo daba por hecho que Occidente y el Islam eran irreconciliables porque, entre otras razones, el pensamiento coránico más ortodoxo propicia o tolera un menoscabo de la vida y las libertades.
Huntington es profesor en la Universidad de Harvard y trabajó en la Casa Blanca de Jimmy Carter entre 1977 y 1978, como coordinador de planeamiento de seguridad en el Consejo de Seguridad Nacional. Su famoso libro The Clash of Civilizations and Remaking of World Order fue publicado en 1996, y planteaba que la política mundial ingresaba en una nueva era, con grandes divisiones en el seno de la humanidad, y que la fuente dominante de conflicto internacional sería cultural, porque las civilizaciones se diferencian entre ellas por religión, historia, lengua y tradición.
Estas divisiones, enfatizaba, son profundas y de creciente importancia. De Yugoslavia a Medio Oriente y Asia Central, las líneas de confrontación entre las civilizaciones son las posiciones de batalla del futuro. En esta era naciente de conflictos culturales, proponía el profesor Huntington, los Estados Unidos deben forjar alianzas con culturas similares y diseminar sus propios valores donde ello sea posible.
Empero, con culturas ajenas a estos valores, Occidente debe tratar de acomodarse si fuera posible, pero confrontarlas si es necesario, recomendaba. Eso sí, en contra de lo que se le atribuye desde la izquierda, Huntington afirmaba que, sin embargo y en último análisis, “todas las civilizaciones deberán aprender a tolerarse”.
No soy tan optimista como él, pero es un debate posible y hasta necesario, a condición de que se lo procese con rigor y sin emotividades impertinentes. La imparable ola de atentados suicidas que castiga a varios países patentiza que el accionar retrógrado y criminal de un terrorismo fundamentalista islámico que se ufana de su desprecio por la vida sigue siendo imposible de contener.
Entretanto, otro choque existe, ahora mismo, en la Argentina, donde es evidente que núcleos nada pequeños de la sociedad carecen de interés por la vida y por la preservación de su integridad.
Para esa Argentina en romántico sortilegio con la muerte y los riesgos imposibles, no hay plan de seguridad que valga, ni leyes que funcionen. Hay en este país un choque de civilizaciones.