En todas mis visitas a la librería veía ese libro extrañamente titulado El hombre que confundió a su mujer con un sombrero y no me decidía a comprarlo. Me encantan el disparate, lo inexplicable, la fantasía, y pensaba que ese libro podía tener una dosis apreciable de todo eso que me interesa… pero tenía miedo de desilusionarme. ¿Y si es una pavada?, me decía allá adentro una vocecita malintencionada. Hasta que un día me dije má sí, y lo compré.
Decir que me deslumbró es decir poco. Se lo conté a medio mundo, lo recomendé, no lo presté para no correr el riesgo de que no me lo devolvieran. Pero hablé de Oliver Sacks a quien se me pusiera a tiro. Y, por supuesto, me compré uno a uno todos sus libros. Los leía y los releía y volvía a ellos a cada rato. Es que Oliver se había convertido en mi amigo. El nunca lo supo, pero y qué. Desde entonces somos amigos.
Y ahora se me está muriendo. Mi amigo Oliver se muere con la misma dignidad con la que vivió y escribió. Seguirá siendo mi amigo después de haber partido, y yo lo seguiré leyendo y recomendando y escandalizándome si alguien dice “¿Quién?”. (Estaba yo una tarde con una colega con la que compartimos gustos, disgustos e indiferencias, cuando alguien hizo esa pregunta y ella, mi amiga, contestó al toque “¡Un gran escritor!”. Eso).
Pero seguro que el Todopoderoso, en caso de que ande por ahí, va a salir a recibirlo y lo va a sentar a su lado cuestión de conversar un rato dejando de lado tanto coros de ángeles como problemas con el vecino de abajo. “Decime, Oliver”, le va a preguntar, “¿cómo fue que decidiste ser neurólogo? ¿Se te ocurrió de repente o fue de a poquito?”. Y mi amigo le va a contar: “Bueno, Señor, verás, un poco de cada cosa, porque de repente dije voy a ser médico y fui y me inscribí en la facultad. Pero reflexionando supe que desde hacía mucho tiempo venía cocinando esa decisión, despacito, en silencio, en ese lugar que mis casi colegas llaman inconsciente”. “Aaah”, va a decir el Señor, “me parecía. ¿Y cómo decidiste ser escritor?”. Y Oliver, sonriendo, va a decir: “Eso vino solo, Señor. Una historia clínica es algo muy aburrido, menos para especialistas. Pero cada caso es interesantísimo, incluso los más sencillos. Y, bueno, entonces lo que hice fue escribir las historias clínicas como cuentos, dramas y a veces hasta como poemas”.
Eso me consuela un poco. Saber que mi amigo Oliver va a ser feliz allá. Y que acá va a haber muchas personas felices a pesar de que él nos falte. Felices de haberlo leído, de haber oído sus palabras, quizás hasta de haber seguido sus consejos (nunca dados en forma de consejos, vade retro, sino ofrecidos en forma de cuentos, novelas, dramas y poemas). Felices de saber que anduvo entre nosotros. Así que buena suerte, mi querido amigo. Que puedas cumplir lo que te propusiste cuando te enteraste de que tenías tan poco tiempo entre nosotros, éstos, tus amigos.