Días atrás, el debate público se tensó en torno a un video viralizado por diferentes canales, que mostraba cómo alumnos de un colegio secundario de la provincia de Buenos Aires apuntaban con un arma de fuego por la espalda a su profesor, en plena clase. El ambiente de aula típico de ese nivel educativo a esta altura del año dio marco a la contundencia de la escena, que incluyó gestos y ademanes incompatibles con el respeto que está en la base de toda relación interpersonal educativa.
Se dispararon reflexiones y discusiones por doquier. Y es cierto que las sátiras e ironías son probablemente parte del folclore autóctono estudiantil por estos meses en los que los ánimos están agitados, la primavera se asienta y los chicos viven en modo previas y fiestas de egresados. Pero, mientras todo esto discurre, ¿dónde estamos nosotros, los adultos?
Un proverbio africano nos recuerda que hace falta una tribu para educar a un niño; esto es: necesitamos del compromiso concurrente de todos y cada uno de los miembros de la comunidad implicados en su proceso de subjetivación. De ahí que padres, docentes y demás actores sociales tenemos una responsabilidad formativa indelegable respecto de nuestros niños, niñas y adolescentes.
Michel Serres, pensador francés fallecido este año, nos advertía que nuestros jóvenes están siendo formateados por los medios de comunicación producidos por nosotros, los adultos. En ellos –aseguraba– la palabra más pronunciada es muerte, la violencia es moneda corriente y los cadáveres son las imágenes con mayor representación. ¿Cuáles son, entonces, los valores que les transmitimos? En sentido análogo, la semana pasada nuestro presidente electo se refirió a algunos personajes de animación que sirvieron de modelos identificatorios a más de una generación. Modelos en los que las virtudes subyacentes se presentan trastrocadas, en los que ser sagaz (¿aprovechador?) rinde más que esforzarse, en los que ser ingenioso (¿manipulador?) luce más que trabajar. Y es, además, sinónimo de éxito en la vida.
Vale reflexionar, pues, sobre nuestro rol de adultos formadores de las cohortes venideras de ciudadanos. Porque somos nosotros los productores de los materiales audiovisuales que hoy los niños reproducen una y otra vez. Somos nosotros, adultos, quienes fabricamos y consumimos armas de juguete para ponerlas en sus manos a edades tempranas. Somos los adultos quienes dejamos de fijar límites claros para que no se nos tilde de autoritarios, o porque es más cómodo ceder ante la insistencia que permanecer firmes. Somos nosotros los que creamos y mantenemos activos dispositivos caducos de enseñanza, metodologías obsoletas, agotadas y lejanas de sus intereses. Extrañas a sus propias biografías.
Cabe preguntarnos, en este punto, si realmente importa si se trató de un arma verdadera o de una réplica. Si el profesor no lo advirtió o fingió que no lo veía. Si es éste un hecho aislado o apenas una muestra de lo que está sucediendo en nuestras aulas. Por lo que resta, sancionados los responsables, el tema sale de la agenda. Queda sepultado debajo de cientos de noticias, como metáfora de la rapidación de nuestro ritmo de vida actual.
¿Sancionados los responsables? Tal vez en algún intervalo reflexivo, en el que levantemos la vista de las pantallas, asumamos las responsabilidades concurrentes y nos decidamos a accionar positivamente, cada uno desde su espacio, promoviendo microtransformaciones. Comenzando por contrarrestar la inercia y perfilarnos de manera madura y sensata hacia un cambio necesario.
*Directora de la Licenciatura en Orientación Familiar de la Universidad Austral.