Las comparaciones de acontecimientos contemporáneos con el hitlerismo son vulgares, además de equivocadas. Lo mismo sucede con el adjetivo “fascista”, que suele aplicarse al rival de turno cuando un debate escala al desprecio. El autoritario siempre es el otro. Sin embargo, el planteo cambia si se persigue esclarecer, considerándolos como eventos más amplios, los antecedentes y las causas del autoritarismo y las dictaduras. Esa búsqueda, inevitablemente comparativa, abre a un amplio campo de fenómenos, actuales o históricos: desde la República de Weimar hasta el presente de países como Estados Unidos, Brasil o Hungría, para mencionar experiencias concretas extraídas de una cantidad de casos.
Por cierto, nos referimos a un modo paradójico e inquietante por el que puede llegar al poder una variante autoritaria: las elecciones libres, como ha ocurrido en varios países en este siglo y sucedió paradigmáticamente en Alemania en 1933. Es la misma preocupación de los que escribieron sobre cómo mueren las democracias, a propósito del ascenso de la nueva derecha populista en el mundo. El desprecio hacia las instituciones liberales, espoleado por el descontento y la exclusión, es la explicación más usual de este fenómeno. Pero acaso la cuestión resulta más compleja: no todos los pueblos se alzan y protestan. La obediencia y la mansedumbre son fenómenos tan extendidos como la rebelión.
El país transita un momento en que estas preguntas se cuelan insistentes en las conversaciones: ¿se rebelará la gente después de años de estancamiento económico y declinación de las inexcusables funciones del Estado? ¿Por qué no hay estallidos sociales en la Argentina? La respuesta empieza a emerger, aunque no bajo la forma de una hecatombe, sino de microestallidos, cuyo común denominador es el hartazgo: vecinos destrozando la casa de un dealer en Rosario; gente sin luz y sin agua cortando Autopistas, marchas y protestas por la complicidad o la inacción policial ante el crimen. Y ahora, un nuevo síntoma y una nueva frontera: la paliza a un alto funcionario público por parte de trabajadores enardecidos que perdieron a un compañero asesinado.
A veces el arte expresa mejor que la ciencia social la naturaleza de los sentimientos de opresión y su contexto. En la célebre película El huevo de la serpiente, de Bergman ambientada en el Berlín de 1923, un personaje le responde a otro, que le advierte sobre la posibilidad de una revolución de derecha, ante el caos: “En el miedo hay una ira diabólica. Todos están llenos de miedo y ese miedo se convertirá pronto en furor”. Otro personaje, el comisario Bauer, profundiza ese sentimiento, confirmándole sus temores al recién llegado Abel Rosenberg, quien está preocupado por la integridad de su familia: “Se lo voy a decir, Rosenberg: sé tan bien como usted y los demás que la catástrofe puede caernos encima en cualquier momento. La gente se está muriendo de hambre. El dólar está a cinco billones de marcos… Todos tienen miedo, yo también. No funciona nada, solo tenemos miedo”.
Miedo y furor, o bronca en nuestro lenguaje, es lo que expresan los residentes de Virrey del Pino, una zona olvidada de La Matanza. Temen ser asaltados o asesinados yendo a trabajar. La inseguridad y la inflación los agobian. Se perciben, porque lo están, desprotegidos y huérfanos. “La Matanza es una tierra de chorros y transas. Lo que le pasó a este hombre –dice una vecina sobre el asesinato del colectivero– pasa todos los días. Nadie denuncia porque nadie va preso. Estoy por cumplir 60 años y salgo todos los días a laburar en mi bicicleta, siempre con miedo por mí, por mis hijos y por mis nietos”. Convoca al gobernador ausente, llamándolo turro e hijo de puta; pregunta por los derechos humanos y desafía a una de sus dirigentes emblemáticas, cuyo apellido pronuncia agregándole “del orto”, a que venga a La Matanza. Reta a la gente porque sale a la calle a festejar el Mundial, pero se borra ante la delincuencia. Y remata, muy enojada: “Son todos corruptos: Cristina, el gobernador, Macri, todos los políticos. No me importa más un carajo nadie”.
Como en la película de Bergman nada funciona, solo el temor y la ira. ¿Cuál es el origen de esta sensación en la piel que puede, o no, alimentar la rebelión? Barrington Moore, un brillante sociólogo norteamericano de la escuela crítica del siglo pasado, lo explica a través de tres conceptos: injusticia, explotación y agravio moral. El agravio moral es una ofensa a la integridad personal, no solo física sino también simbólica, cuya consecuencia es la destrucción del sentido de la vida y de cualquier proyecto. Sus orígenes son la injusticia y la explotación, que exponen una fractura profunda en la reciprocidad de las relaciones sociales, cuando unos pocos que aportan menos se llevan la mejor parte y la mayoría, que aporta más, se queda casi sin nada.
Nunca más representativa una cita de Moore para la Argentina de estos tiempos: “No basta con demostrar que una clase o una casta dominante consume más bienes materiales de los que produce, sino que es necesario mostrar también que los servicios que proporciona, tales como coordinar las diversas actividades económicas y no económicas de la sociedad, administrar la Justicia, proporcionar defensa contra los enemigos comunes, etc., no los proporciona de forma adecuada, o que estas funciones sociales por alguna razón se vuelven menos valiosas de lo que eran”. Es decir, la clase dominante (o la casta) no solo se queda con la parte del león; se desentendió, además, de la provisión de bienes públicos.
Ante semejante realidad, en un año de elecciones presidenciales, sobrevuela esta pregunta: ¿El pueblo elegirá una opción dentro del sistema, más o menos halcón o paloma, o con ese “salvaje resentimiento” que Moore atribuyó a los alemanes que adhirieron al nazismo, optará por los que quieren arrasar con la democracia liberal y su élite?
Concluimos como empezamos: los libertarios no son lo mismo que los nazis. El problema es otro: si no, estaremos en las postrimerías de un sistema que, cuarenta años después, nunca instauró la Justicia que dice defender. Como recuerda Moore, a propósito del uso encubridor e ideológico de la reciprocidad: la hipocresía es el tributo que el vicio le paga a la virtud. Otra muestra de la banalidad del bien del progresismo, a la que nos referimos en la última columna.
No obstante, queda lugar para la esperanza, o bien para considerar que las utopías basadas en el resentimiento al final fracasan. Sin embargo, eso no quita el malestar, la angustia y la culpa por un régimen que nos ha traicionado.
*Sociólogo.