Para los Estados capitalistas (es decir, para los Estados a secas), somos poco más que malas hierbas que hay que tolerar porque nunca se sabrá en qué momento hará falta un yuyo para mantener el terreno en condiciones.
En los aeropuertos y las estaciones de tren nos consideran terroristas potenciales que deben ser sometidos a escrutinios humillantes. Hace unas semanas, en una estación catalana, tuve que tirar a la basura un juego de cuchillos de cocina que había comprado para regalarle a mi yerno, porque los trenes de alta velocidad ya no toleran en el equipaje (¡pero en los trenes no hay bodega!) semejante tentación de masacre. Juro que no lo sabía.
En las autopistas nos consideran borrachos asesinos y nos fotografían cada vez que pasamos por una estación de peaje para... mandarnos multas por alguna infracción que desconocíamos porque los límites de velocidad se fijan caprichosamente.
En las farmacias nos consideran drogadictos irrecuperables y nos exigen prescripción médica para cualquier cosa que no sea un analgésico para niños (prescripciones que los doctores hacen según lo que los visitadores médicos o internet, en el mejor de los casos, les recomiendan).
Seguramente hay algún drogadicto irrecuperable, un borracho asesino y un par de terroristas cuchilleras en el mundo, pero la presunción de que todos podemos serlo no es sólo ofensiva sino que nos pone en el lugar que nos corresponde: la de sujetos aterrados y sin dominio alguno sobre su propia vida, su propio cuerpo, su propia felicidad o su propia pena.
En estos días se suma a la lista de sospechas infamantes la de que todos podemos ser migrantes (y, por extensión, terroristas, drogadictos, borrachos asesinos) que usufructúan lo que a la gente de bien tanto trabajo le cuesta.
Digamos las cosas como son: es el fascismo lo que nos arrastra y, al mismo tiempo, nos paraliza. Habrá que hacer algo, por ejemplo: ponerse a pensar en serio.