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Mil noches de calor

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Me entero en Chile de la existencia de las telenovelas turcas. El género, desconocido, parece tener por ahora sólo dos exponentes: Las mil y una noches y El sultán, pero con dos alcanza para hacer furor allende los Andes. Los amigos actores se quejan de que las latas vengan de Estambul, en detrimento de la producción de telenovelas de igual o mejor factura en la producción local. Es sabido que la telenovela de bandera es a veces motivo de orgullo, y saber que en Rusia o en Israel se consumen Andrea del Boca o Natalia Oreiro no significa más que eso, pero huele a éxito y a patria y a “les ganamos esa batalla”. El fenómeno de la importación turca ha llegado ahora a la Argentina, burlando todos los supuestos y sabuesos de la AFIP.

Noches atrás hacía entre cuarenta y noventa grados y se había cortado la luz. Muchos vecinos coincidimos silenciosos en la heladería, que tenía luz propia, o grupo electrógeno, o suerte de locos y un megaplasma con Las mil y una noches a todo gas. La heladería estaba llena, al menos bastante llena para las once de la noche. Cuando terminó el capítulo, los presentes dieron por acabados sus granizados y regresaron a la penumbra sofocante de sus casas.

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El fenómeno me pareció entre encantador y siniestro. Suspendido el juicio crítico, mi alma me mostraba todos los encantos del caso: no se ve tal simpatía popular por un producto televisivo más que en los partidos de Argentina y estrictamente en tiempos de mundiales.

No sé si esta ficción es buena o mala, no las distingo tanto a primer golpe de ojo. Pero mientras duró el chocolate Bariloche pude advertir que la clave de este éxito parece descansar es un retorno a las fuentes eternas (góticas y fantásticas) de los clichés del género telenovela. La mujer pobre y virtuosa que debe pasar por una humillación inaugural, el hombre poderoso y equivocado –medio chambón– que se transformará por obra del amor de la dama en el padre de familia ideal, las madres y consuegras villanas y estiradas, los falsos amigos que juran lealtad y que sólo quieren parte del sambayón ajeno, una intriga policial que se complica porque todos borran pistas y confunden los indicios, las mil tramas paralelas que sostienen una única columna espiralada que se eleva lentamente –demasiado lentamente– al cielo como la Sagrada Familia en Barcelona. Se da en esta producción turca –sobre todo– una clave fundamental, más vieja que el origami: no hay –hasta donde yo vi– ni atisbo de sexo explícito. De hecho, hace poco supe de un escándalo en Turquía porque en la novela más popular de ese momento hubo un vulgar beso de lengua y los medios y censores no hablaron de otra cosa por semanas. Es que el sexo telenovelesco es inalcanzable para las personas virtuosas. Y ante la falta de sexo, ¿qué acontece? Acontece deseo. Espera, paciencia, deseo turgente. Una falta tan elocuente de sexualidad hace que todos los planos transpiren sensualidad. Las miradas son órganos sexuales. Una secretaria mira al jefe y aunque hablen de ganchitos para la engrampadora hierven de deseo mal satisfecho.
Muchos espectadores justifican su gusto por estas novelas en el atractivo adicional de lo exótico: “La miro por los paisajes”, dice en la heladería una chica que ha arrastrado a su novio incrédulo, y yo sospecho que no le dice toda la verdad, ni ahí ni en ningún momento.

La serie turca viene además con farándula incluida, y al menos en Chile se importó con todo el chismorroteo adosado. La pareja protagónica se casó después de su primer éxito televisivo, ella es más joven, él es pelado, y Facundo Arana se debe estar preguntando qué hacer con sus sempiternas mechas.

El capítulo termina. Las mujeres embobadas se levantan como autómatas para volver a lidiar con el calor, con la calentura de la noche; la cajera de la heladería mira los avances del próximo episodio y redondea con sencillez un pensamiento como un bizcocho: “Mañana viene picantito.

Estas sí me gustan a mí”. Y apaga el plasma sin más explicaciones cuando empieza la novela local, que seguramente invirtió en estrellas desnudables, en lentes nuevas, en tecnologías de edición, en tiros y –por qué no– en paisajes bien de acá, que no tendrán de fondo el Mar de Mármara pero sí otras delicias que no vemos porque están demasiado cerca para supurar deseo.