El martes habíamos comenzado con nuestras actividades docentes a eso de las 16.30 con un workshop sobre jóvenes investigaciones en curso, del que participaron becarias locales y europeas. A las 18.30 terminamos con esa amable reunión de jóvenes talentos porque yo tenía que prepararme para la clase de las 19. Mientras fumaba un cigarrillo, entreví el tumulto en primer piso de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, que parecía repetir incidentes de dos semanas atrás.
Un morochazo que estaba al lado mío y que no parecía un alumno deploró ese comportamiento de la jeunesse dorée, peleándose por un espacio donde colgar carteles. Desde su perspectiva, que yo comparto plenamente, el consejo directivo de la facultad debería prohibir definitivamente las pegatinas, características de la militancia mugrienta.
La clase comenzó y continuamos con nuestro propósito de reivindicar el “leer como negros” como una perspectiva legítima para imponerle al mundo (nuestro) sentido: por ejemplo, que la filosofía de Nietzsche debería leerse como un efecto de la criolla generación del 37 (Echeverría, en primer término).
Afuera, parece, la olla a presión siguió sobre el fuego y a las 20.30 los gritos de la escaramuza del primer piso llegaron hasta nosotros y nos vimos obligadas a abandonar el aula. Tres agrupaciones de izquierda (que habían perdido, por dividirse, las recientes elecciones del claustro estudiantil) se cagaban a golpes en la escalera principal por unos cartelitos que enmascaraban el resentimiento (actitud moral que Nietzsche atribuyó a la posición de esclavo).
En las redes alguien creyó que todo esto tenía correlación con las más nobles escaramuzas frente al Incaa. No era así, y el episodio es penoso porque pone a la izquierda en el lugar preciso en el que la derecha liberal y el peronismo la necesitan: el de la podredumbre dorada que, ante la decadencia institucional, abraza la atonía ética.