Una vieja definición sobre gradaciones de violencia es aquella que dice que “no se puede responder lanzando misiles a un ataque con balas de fogueo”. Ese extremo vale para poner en caja el debate que se viene dando desde hace varios días, cuando el dibujante Nik hizo una crítica por redes al Gobierno.
El dardo de Nik, protegido por las normas vinculadas a la libertad de expresión, tuvo como respuesta un mensaje también por redes del ministro de Seguridad, Aníbal Fernández, quien ejerció un indudable ejercicio de poder al revelar dos datos que el común de la sociedad desconocía y se hicieron públicos justamente por esa información: que el dibujante tiene dos hijas en edad escolar y que ellas concurren a una escuela vinculada a la comunidad judía. Datos que nada tienen que ver con el ejercicio del derecho a réplica, natural en todo ciudadano y ciudadana, pero limitado en sus efectos para quienes ejercen cargos públicos por el peligroso efecto que pueden generar, como ya se ha visto en el pasado.
Este ombudsman quiso traer este tema que ya ha ocupado y sigue ocupando espacios amplios en los medios, incluyendo PERFIL, porque entiende que toda ampliación de argumentos vale para beneficiar aun más la mirada de los lectores de este diario.
Cuando un funcionario ejerce el poder para aplicarlo a una discusión casi personal con un ciudadano, está creando un peligroso precedente. Ejerce, de hecho, una forma de violencia institucional que ha sido largamente estudiada por filósofos, sociólogos, expertos en política y en psicología.
En una investigación del Centro de Derechos Humanos Emilio Mignone, de la Universidad Nacional de Quilmes, se señala que “violencia institucional es el uso arbitrario o ilegítimo de fuerza, que es ejercido por agentes o funcionarios del Estado”. Y agrega: “Comprende diversas prácticas violentas de índole física, sexual, psíquica o simbólica. Estas acciones van en detrimento de una convivencia democrática plena, donde el Estado se convierte en el principal violador de los derechos humanos y de las libertades constitucionales, atentando contra la integridad física y la vida de los ciudadanos”.
Se podrá decir que el tuit de Aníbal Fernández no ha desembocado en una agresión física contra Nik, sus hijas y la escuela a la que ellas concurren. Sin embargo, el valor simbólico de sus palabras generó temor en sus destinatarios y un creciente malestar en la comunidad educativa, en la oposición, en buena parte del oficialismo y en la ciudadanía.
Hannah Arendt señaló en su artículo “Comprensión y política” (Esprit, junio de 1980, página 67): “La violencia empieza ahí donde el discurso se detiene. Las palabras usadas con fines polémicos pierden su calidad de palabra; se transforman en clichés. El lugar que ocupan los clichés en nuestro hablar diario y en los debates de todos los días podría medir muy bien a qué nivel no solo nos hemos despojado de nuestra facultad de palabra, sino también preparado a usar los medios violentos, mucho más eficaces para arreglar las controversias”.
El episodio ocurre en tiempos de grieta, consolidada cuando falta menos de un mes para definir las elecciones de medio término. Los defensores del señor Fernández centran sus críticas en la figura del dibujante, critican su capacidad humorística y justifican los dichos del funcionario como reacción ante lo que entendió como un mensaje agresivo contra la administración de la que forma parte.
En verdad, marginan la cuestión central: ejercer el poder que confiere su ministerio es el misil contra la bala de fogueo.