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FUTBOL DE VERANO, SUPERCLASICO LIGHT, TRAMPAS Y LA MUERTE DEL FISCAL

Misterios en el país barrabrava

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—Sé lo que estás pensando –dijo Tweedledum–; pero no es como tú crees. ¡De ninguna manera!
—¡Al contrario! –continuó Tweedledee–. Si así fue, así pudo ser; si así fuera, así podría ser; pero como no es, no es.
“Es cuestión de lógica”
Lewis Carroll (1832-1898); de “Alicia a través del espejo” (1871), capítulo IV: “Tweedledum y Tweedledee”.


Es una trampa y voy a caer en ella, es inevitable. Porque me sentiría un idiota o un marciano si comienzo este texto hablando de fútbol. Que cómo juega Gino Peruzzi, de dónde salió Bryan Ruiz, si Pity Martínez es mejor fichaje que Seba Blanco, Brian Fernández o Albertengo; el asombroso regreso de los ex gerentes de la pyme La 12 a sus antiguos escritorios, qué club se reforzó mejor, qué pienso del torneo con treinta equipos, a quién imagino como campeón a fin de año. ¡Fin de año! ¿Cuánto tiempo es un año en Argentina? Una infinitud.

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No hay caso. No puedo salir del caso Nisman, una tragedia argentina; el extraño país que insiste en autodestruirse, mientras reescribe imposibles guiones de thrillers clase B hasta hacerlos realidad.

Un país donde alguien esconde todavía, por ahí, las manos de Perón; donde los francotiradores derriban helicópteros parapetados en la copa de los árboles, las fortunas se ganan y se pierden en meses, la gente desaparece, las muertes son siempre dudosas y los suicidios, coproducciones. Todo es posible si nada se sabe o se prueba. Mejor. Los argentinos sabemos ver más allá que el resto de los mortales y por eso las conspiraciones están hechas a nuestra medida. Cada uno las resuelve y las explica poniendo en marcha su afiebrada imaginación. A piacere.  

Fuimos Charlie por unos días –“Je suis Charlie”, en francés, comme il faut– y ahora se repiten los carteles: “Yo soy Nisman”. Por alguna razón, nos sentimos cómodos siendo otros, por un rato. Quizá porque, después de dos siglos de historia, nos resulta difícil saber quiénes somos en realidad: italianos que hablan en español, se visten como franceses y sueñan con ser ingleses. Un irresistible Frankenstein que resulta –el mundo lo sabe y nos envidia, claro– superior a cada una de sus partes.

Involuntariamente nietzscheanos, nos empeñamos en probar que aquí, más que en ninguna otra parte, no hay hechos sino interpretaciones. Pocas, por desgracia, y cada vez más maniqueas.

Un mundo binario, partido en dos como en una cancha de fútbol: ellos o nosotros y el que pierde, afuera. Así se hace política en el país barrabrava con make up de Primer Mundo.

Por fin la sociedad toda se puso de pie para exigir justicia y verdad en la causa AMIA. Masiva unanimidad, después de veinte largos años de encubrimiento, pruebas destruidas, pistas falsas, impunidad, políticos que no parecen perder el sueño salvo cuando deben ser políticamente correctos. Conmovedor, si fuese cierto.

El fiscal que iba a acusar a la presidenta de la Nación de formar parte de un complot para dejar impune el mayor atentado de la historia argentina se mata un día antes de exponer en el Congreso. Wow. Es increíble, porque ya vimos mil veces esa película llena de enigmas creados para no ser resueltos, con un final cantado. Igual funciona, aunque es obvio que cualquier acusado se suicida “suicidando” a su acusador.

Por qué volvió. Qué o quién lo obligó a hacerlo. Cómo el hombre que mayor protección debía tener en el país llama a su técnico informático para que le lleve, como si nada, un arma a su casa. Por qué sus custodios esperaron tantas horas cuando el fiscal no respondía. Por qué en lugar de tirar la puerta abajo llamaron a su secretaria, a su mamá y a un cerrajero del barrio. El suicidio inexplicable. La teoría del asesino invisible. Los servicios de inteligencia. El omnipresente Stiuso y sus papers. Beliz y aquella foto en el programa de Grondona. Candidatos mudos. El gobierno grogui, como el boxeador que recibe una mano que nunca vio venir. La acusación. El gordo D’Elía. Un tal Khalil. El viscoso Esteche. Dobles, triples agentes que son, o serían, fueron o no fueron nunca. Un muerto sobre la mesa como en los 70. Perejiles. Autores intelectuales. Una tristeza, todo.

He vivido como extranjero y no es tan grave. Uno se acostumbra a vivir libre y sufriente, algo melancólico. Pero sentirse extranjero en tu propio país… Uf. Eso sí duele.

Me pasó; y eso siento cuando veo que cada cosa que opino me sitúa de un lado o del otro; a lo bestia, sin matices. Sitiado por los que vomitan su odio en las redes sociales usando palabras en mayúscula para enfatizar, una horrible estética a la que era tan afecto Neustadt, que escribía muy mal, por cierto. El clásico estilo de los agentes de inteligencia, ay, tecleando sus partes o sus amenazas, tac, tac, mucho punto suspensivo: un dialecto árido, brutal, más o menos parecido al castellano.

Es una trampa, lo dije; y no pude salir de ella. Mis disculpas. Ayer hubo un superclásico light, muy de verano, con suplentes, canibalizado por el duelo Boca-Vélez por la copa, el miércoles. Un aperitivo. El caso Nisman sigue concentrando toda la atención mediática, cubierto como guerra entre espías, interna política en año electoral o policial con suspense. Hay para todos los gustos.

Es extraño y algo incómodo pensar que, poco a poco, volveremos a nuestras banalidades favoritas. A jugar. Hablar del nuevo River o del Boca remixado; Racing campeón, San Lorenzo de Tinelli; Independiente y su guerra del cerdo; Vélez, Lanús, el Banfield de Almeyda que juega lindo pero deberá aprender a ganar para hacerlo bien.

Y cuando otros asesinatos menores ocupen las primeras planas, todos se indignarán –un día, dos; quizá tres– con los energúmenos de elite que gestionan el rentable business de las barras: aprietes, tiros cruzados, venta de especias, servicios varios. Anestesia. Números. Ganan éstos, pierden los otros. Todo se reacomoda.

El circo, otra vez en movimiento.