Primero, un tema conceptual. En cualquier país del mundo “normal”, la responsabilidad respecto de la tasa de inflación es del Banco Central, no de la Secretaría de Comercio.
Cuando en Estados Unidos, Gran Bretaña, Uruguay, Brasil o Bolivia la tasa de inflación se acelera, le piden explicaciones al presidente del Banco Central, no al secretario de Comercio. Incluso en la Argentina, la nueva Carta Orgánica del Banco Central fija como uno de sus objetivos la estabilidad monetaria. ¿Por qué incluir entre sus tareas un objetivo que depende, en todo caso, del secretario de Comercio? Esta “confusión” propia de la política argentina surge de no entender la diferencia entre “niveles de precios” y “tasas de inflación”.
En efecto, el nivel de los precios depende del hecho de que existan mercados competitivos y consumidores protegidos, en sentido amplio. Cuanto menos competitivo es un mercado en un país, mayor es su nivel de precios en comparación con el resto del mundo. En nuestro caso, siendo la Argentina un país “pequeño”, en el sentido de que su demanda y su oferta no alteran los precios internacionales salvo en alimentos, la forma de generar competencia es tener la economía lo más abierta posible. Sin embargo, dada la estructura del comercio mundial, y como el poder de los lobbies existe en todas partes, en algunos sectores sensibles se justifica algún tipo de “comercio administrado”.
Obviamente, existen mercados particulares, cada vez menos, gracias a los cambios tecnológicos. De allí que, de acuerdo con las características de dichos mercados, se necesite en algunos casos un esquema de precios regulados. Por lo tanto, la Secretaría de Comercio, aquí y en cualquier país normal, es responsable de garantizarles a los consumidores el mejor precio para cada calidad de producto o servicio, defendiendo la competencia y evitando conductas monopólicas.
En ciertos mercados, por su complejidad técnica, existen entes reguladores específicos, como en los de algunos servicios públicos. En otros mercados, por escala, paradójicamente, cuánto más grandes sean las empresas, mejor para los consumidores, siempre que estén bien reguladas.
Pero la estructura de los mercados, los formadores de precios, los monopolios, etc., explican, insisto, por qué una computadora, a igual prestación, es mucho más cara en la Argentina que en Chile. Lo que no explican “los monopolios” es por qué la inflación en la Argentina de 2005 era del 6% anual y ahora es del 25%. La tasa de inflación se explica desde la política monetaria y cambiaria.
Por lo tanto, desde el punto de vista macro, si los cambios en la Secretaría de Comercio y en el Banco Central responden a un nuevo enfoque de política que pone la responsabilidad de la inflación donde tiene que estar, bienvenidos sean.
Pero para ello haría falta otra política fiscal que independizara al Banco Central de tener que financiar al Tesoro y otra política cambiaria compatible. Las probabilidades de que ello ocurra son muy bajas. De allí que, desde la macro, sólo quepa esperar distintas variaciones de restricciones, tipos de cambio “especiales” y búsqueda de créditos para mejorar en el corto plazo el stock de reservas.
Fundamentalmente, porque el flamante nuevo-viejo equipo económico cree que la inflación argentina se vincula con el poder relativo de los empresarios y los vivos en “la cadena de valor”, aunque sí admite que la política cambiaria, dados los precios internacionales, influye en los precios de los alimentos y otros comerciables.
Con ese diagnóstico se intentará lograr precios “razonables”, “controlando la tasa de rentabilidad” para “mediar en la puja distributiva”.
Más allá de los modales, los mercados estarán más intervenidos y no menos.
Pero como el margen de maniobra es escaso debido a que seguirán sobrando pesos y faltando dólares, no sería de extrañar que terminemos viendo a la Revolución, haciendo el ajuste que niegan.
Una reflexión final.
André Malreaux decía que “los países tienen los gobiernos que se les parecen”. Nada más parecido a un argentino “típico”, en ideología y actitud, que nuestro flamante agregado económico en Roma. Su impopularidad deviene de su fracaso, no de sus “formas”.
Si en lugar de destruir todo lo que tocó hubiera sido medianamente exitoso, en vez de llamarlo prepotente y maleducado lo llamaríamos “extravagante” y “pintoresco”.