El activismo (eso que en estas pampas se llama “militancia”, significativamente una palabra de resonancia militar y bélica) ya no produce transformaciones ni revoluciones. Simplemente permite que nuevos grupos, algunos de ellos marginales a la política, encuentren un lugar acogedor bajo el sol del sistema. Las élites de los partidos, burocratizadas y fosilizadas, se apropian de ellos y, llegado el caso, los convierten en guardianes prebendarios del poder. Al decir esto, Jane Mansbridge, catedrática en la Escuela de Gobierno Kennedy, de la Universidad de Harvard, e influyente pensadora en el estudio de la democracia deliberativa, no habla de la Argentina, aunque pareciera que sí. En una entrevista concedida en estos días a Lluís Amiguet, periodista de La Vanguardia de Barcelona, Mansbridge –galardonada por prestigiosas universidades e instituciones del mundo– insiste en que la democracia no se agota en el voto, que se estanca y esteriliza si los ciudadanos no participan, si no hay deliberación sobre temas de interés común y si la mirada de cada uno se agota en el interés propio y no se liga al devenir de la comunidad.
“La ejemplaridad es fuente de legitimidad, pero muchas democracias tienen una clase política tan desprestigiada que, además, requieren procesos participativos para regenerarse”, dice esta sólida y comprometida intelectual (fue una reconocida activista contra la guerra de Vietnam). Así las cosas, cuando el ejemplo no llega desde los dirigentes, la democracia debe tener y usar los mecanismos necesarios para la coerción y la sanción. Si esto no ocurre, devienen fallidas.
En un punto que nos toca de cerca, Mansbridge afirma: “Un síntoma claro de que una democracia se degrada hasta la oligarquía es que aparecen dinastías y algunos apellidos mandan más que los votos”. Hace demasiados años que en la Argentina mandan apellidos, que esos apellidos (en el plano provincial y en el nacional) aplastan toda posibilidad de construir una sociedad participativa, creativa, donde la diversidad de ideas se integre en visiones compartidas. Y lo peor es que esos apellidos se apropian del Estado, alimentan cortesanías sumisas, desbaratan los mecanismos republicanos, esparcen y profundizan la corrupción como una peste letal, falsean toda idea de representación y crean relatos embusteros y perversos, que no sólo mienten sobre el presente sino que retuercen el pasado hasta que se adapta a su narrativa actual. No lo hacen solos, sino avalados por votantes oportunistas en unos casos y reducidos a la inopia y mantenidos en ella por un clientelismo obsceno en muchos casos más.
Mansbridge advierte contra el voluntarismo participacionista. Una democracia deliberativa, en la que los ciudadanos entienden como propias las cuestiones comunes y se involucran en ellas, no es cuestión de discursos, de catarsis ocasionales, de agitación superficial y fugaz, como a menudo parece entenderse. “Si los procesos participativos complejos como los presupuestos deliberativos se practican mal, los ciudadanos se vuelven cínicos y el problema empeora”, indica.
Transitamos hoy y aquí tiempos de elecciones seriales y pareciera que cuanto más votamos más se deteriora la democracia, sobre todo a la luz de los patéticos y erráticos discursos y las actitudes de los principales candidatos, personajes de una desértica incultura política (y general), de notable incapacidad expresiva y de absoluta nulidad a la hora de proponer (desde la política y no desde el marketing) un argumento capaz de comprometer a la mayor parte de la ciudadanía (los egoístas y desentendidos siempre existirán), con una visión imaginativa y trascendente de la sociedad en la que vive. “Las democracias necesitan cada vez más que todos se comprometan con el bien común más allá del voto”, recuerda Mansbridge. Cuando no es así, los fósiles, los corruptos, los obsecuentes, los temerosos, los desconcertados, los oportunistas o los banales terminan por convertirse en los candidatos con más rating.
*Escritor y periodista.