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Mudanzas

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Mudanzas. | Marta Toledo

Hace un año embalábamos la casa de los últimos quince años y la guardábamos en cajas en un depósito. Nos íbamos a vivir a un departamentito diminuto como cuando éramos estudiantes, pero ahora con perro y tres gatos. Regalé casi toda mi ropa porque me di cuenta de que siempre me ponía las mismas dos o tres prendas. Las refacciones de la casa iban a durar unos meses, pocos, cuatro o cinco. En el medio yo me iba a vivir dos meses a Francia. Otra vivienda, desconocida, en Saint Nazaire, un sitio también desconocido, una lengua ajena, ninguna cara familiar. La consulté a la Señora y ella me dijo que me fuera, pero que volviera otra; que si me iba a ir para volver a ser la misma a mi regreso, le dejara mi beca a alguien que le sacara provecho. La Señora es así, nunca complaciente.

En diciembre estábamos desayunando con Grillo en el departamento minúsculo y me leyó una noticia: diez personas muertas por un extraño virus en China. No parecía alarmante. ¿Qué son diez muertos en un país de millones?, pensé. Lo dije en voz alta también y Grillo me miró como si estuviera diciendo una brutalidad. La había dicho.

También en diciembre empecé a buscar fondos para pagar mi pasaje a Francia, no estaba incluido en la beca. Llenando un formulario, tuve que buscar la carta de invitación y traducirla al castellano. Entonces me di cuenta de que la invitación no era para el año 2020 sino para el año 2021. Ya me había despedido de la gente que viene a mis talleres, los había derivado con escritores amigos. Igual todo eso era secundario porque iba a terminar una novela durante el verano. Ya vería qué haría después.

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En el verano, como sabemos, el extraño virus de las primeras noticias se transformó en pandemia. Los muertos no eran diez sino miles. Me fui a vivir a Abasto, a una casa hecha con un conteiner, más chica que el departamento provisorio y porteño, pero con mucho verde y sol y vida al aire libre. Algunas noches tardo en dormirme y pienso qué cosas habrá guardado mi casa de lata, qué mares o ríos habrá transitado hasta encallar en este conurbano de casas quintas antiguas entrevaradas con los  ranchos de madera de los quinteros bolivianos y los viveros de plástico, transparentes como enormes aguavivas arrastradas a la playa. Vivo aquí prácticamente desde enero. De marzo a septiembre, seis meses, no pisé Buenos Aires, la ciudad donde vivo hace veinte años y de la que nunca me había alejado más de un mes. Todos estos meses los compartimos con Gabi que también tiene su casa-contenedor aquí al lado. Nuestros perros forman una manada. Nuestros gatos se persiguen por el parque, se acechan, se gruñen o como se llame eso que hacen los gatos pero se buscan. Pasamos meses de cortes de luz y pésima internet. Pasamos los meses más duros de frío y lluvia. Hace mucho frío adentro de una caja de metal. Los árboles quedaron pelados, la escarcha resplandecía en las mañanas. En algún momento todo empezó a brotar: de la noche a la mañana. Empezaron a llegar las abejas y los colibríes. Despertaron del sueño invernal los lagartos. El domingo pasado los perros atacaron a uno: un hermoso lagarto overo que andaba cerca de la pileta, en el fondo. El animalito fingió muerte, sacamos a los perros, los encerramos. Al rato, se había ido. La vida silvestre siempre sobreponiéndose. La casa ya está lista y podré volver a Buenos Aires en pocos días. Como el lagarto overo del domingo, tendré que sobreponerme.