Néstor Kirchner murió de repente. De golpe, como quien dice. No obstante, entre las miles de voces que brotaron en oleadas para evaluar y opinar sobre el tema, dos visiones contrapuestas se ofrecieron para darle un sentido: una que, retomando la definición médica, se atiene a la muerte súbita; otra que, en cambio, y ya interpretando, postula una muerte anunciada. Lo que hiela en una muerte súbita es lo súbito precisamente. Que todo pase en un segundo, que se acabe en un instante, lastima la necesidad de que incluso la muerte dure, que ocupe un tiempo, que tenga un transcurso. Las maniobras de resucitación lucharon allá en El Calafate, desde la lógica de la duración, contra lo efímero del desenlace; pero perdieron contra lo que ya era. La muerte instantánea suprime el tiempo y multiplica por lo tanto el efecto de la nada: antes nada (de pronto un ataque), nada después (de pronto lo muerto).
La versión de la muerte anunciada hace posible en cambio la crónica y la causalidad. Esta muerte ya no es súbita, es consecuencia de una causa. Y esa causa admite diferentes argumentos que explican y reponen razones. Está el argumento clínico, que apunta en el convaleciente la falta de esa precaución que los médicos tanto le encomendaron. Están los argumentos de coyuntura política: que la noche previa discutió fuertemente con Moyano, con tanta aspereza que después ya se quedó mal; o que el asesinato de Mariano Ferreyra no pudo no dañar su equilibrio emocional. Está el argumento semipolicial de Lanata, que asevera que Kirchner fue asesinado por su propia personalidad. Está el argumento psicoterapéutico, que establece que se trataba de un adicto a la política y que acabó como era de esperar en personas de esa especie.
La muerte no necesariamente ha de estar más allá de la política. Lo prueba el esfuerzo que debieron hacer Menem, Cobos, Carrió, Macri, Rodríguez Saá o Bullrich para mostrarse ecuánimes con el fallecido, y no mezquinos como acostumbran. Esta muerte se politiza apenas admite la aplicación de una causalidad política. Están pues los que sostienen que Kirchner murió víctima de su estilo confrontativo permanente; para ellos la muerte le sobrevino como un castigo buscado, y por lo tanto como un castigo merecido, en una especie de justicia moral. Pero otros aprecian en esta muerte una causa política bien distinta: la del militante que no quiso aflojar, que se entregó por entero, que no escatimó su esfuerzo; es decir, la muerte de un sacrificado, una suerte de plena entrega al borde de la inmolación.
Mal que les pese a los que pretenden creer en una política ya sin conflicto, éste es un conflicto que empieza: el que habrá de dirimir el sentido que se podría dar a esta muerte. Porque, liberada del relámpago de lo súbito, se incluye en una causalidad política, pero genera por lo demás consecuencias. Afectará por lo tanto la continuidad de nuestro futuro político, le imprimirá su vibración y su potencia; más incluso que las vidas de algunos que siguen vivos.