No conocía el verdadero significado del jet lag hasta que viajé a Tailandia tomando un vuelo al amanecer, sin dormir, hacia París, de ahí otro a Jordania, sin dormir, y tras una demora de doce horas en Amman, tomar otro vuelo hacia Bangkok, sin dormir. Nunca estuve tan agotado en mi vida. La naturaleza de ese cansancio tuvo y sigue teniendo en la memoria un carácter desconocido. Los recuerdos de Bangkok son borrosos pero tienen matices escalofriantes. Como si durante los días que pasé ahí hubiera estado en la piel de un vagabundo. Caminaba por las calles a los tumbos, tropezando con perros que me parecía sobrepoblaban las aceras. Mi comportamiento era tan autómata que de pronto los turistas creían ver encarnados los efectos del exceso de estímulos del sudeste asiático y me cubrían de miradas piadosas o asombradas. Parecían pensar: eso queda de un mochilero después de un año de drogas y sexo barato. Nadie imaginaba que ese muerto en vida había estado viajando en aerolíneas de segunda línea sesenta horas y deambulaba por la ciudad hacía tres días sin poder dormir más de una hora de corrido.
Un efecto del cansancio extremo consiste en quedarse sin lengua, más todavía en Oriente. Escuchaba hablar una lengua que parecía falsa, inventada para enloquecer extranjeros. El inglés y cualquier atisbo de idioma que había aprendido aparecían mixturados y sin forma. Y el castellano parecía una lengua fósil y sin gramática, que no calzaba con la identidad del hombre que había llegado a Bangkok, como si entre un vuelo y otro me hubieran sustituido por un doble. Siguieron pasando días sin sueño, apenas una o dos horas diurnas de las cuales despertaba de-sorientado, sin recuerdos, convencido de que había dormido lo suficiente, hasta que inmediatamente, al ponerme de pie, sentía las piernas endebles, el calor agobiante y los olores exóticos, y pensaba en dar por terminada la aventura y tomarme un avión de vuelta, o en reintentar un acto imposible: seguir durmiendo. Empezaban a llegar ruidos de todos lados, el insomnio agudizaba el oído al punto de que una aspiradora, tres pisos abajo, resonaba, ronca, en el interior de mi habitación. Y en esas circunstancias, dormir no dependía de la voluntad. Simplemente me apagaba de golpe, en una suerte de desmayo instantáneo que aparejaba ausencia total, ya que cuando despertaba no recordaba ni haber soñado ni haber viajado.
Consideré seriamente la posibilidad de tomarme un vuelo de regreso cuando salí para dar una vuelta manzana y no pude volver. Me fui alejando cada vez más de esa orilla que era el hostel, arrastrado por una corriente extraña que deglutía la noción de tiempo y espacio. Traté de aferrarme a la bondad de caminantes, pero ninguno parecía entender mi lengua. ¿El nombre del hotel? ¿Dirección? No tenía nada de eso. Estaba perdido. En la habitación quedaría mi pasaporte y mi pequeña mochila con ropa de verano como rastro de mi paso por Tailandia.
Después de horas de desesperación, alguien me interpretó y simplemente me dijo: a tres cuadras hay varios hostels. Empaqué mis cosas. Pero en vez de ir al aeropuerto y huir, pensé que tenía que sacarme de encima la impresión de haber estado en un lugar sin cultura y rastrear las raíces de Tailandia en pueblos donde la historia hubiera sobrevivido al consumo del turismo. Al día siguiente, en Ayuttahya, antigua capital y centro arqueológico, pude dormir.