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Niñez e intuicion

Nacemos todos buenos

Los seres humanos nacemos buenos, es decir con la capacidad para hacer el bien, solo necesitamos centrarnos en esa cuestión. Hemos venido a esta Tierra a hacer el bien al prójimo. No hay ningún otro propósito.

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Los seres humanos nacemos buenos, es decir con la capacidad para hacer el bien, solo necesitamos centrarnos en esa cuestión. Hemos venido a esta Tierra a hacer el bien al prójimo. No hay ningún otro propósito. Para hacer el bien, necesitamos empezar por una acción muy sencilla: pensar con benevolencia hacia alguien concreto: nuestra pareja, nuestro hijo, nuestro amigo, nuestro vecino, nuestro alumno, nuestro enemigo, nuestra suegra. Pensar positivamente en el otro y sobre todo desearle permanentemente algo bueno.

El pensamiento es una energía muy poderosa, por lo tanto es indispensable que nuestra inteligencia tenga la firme intención de hacer el bien, ya que esas sentencias se van a convertir en realidad, indefectiblemente.

Si hemos perdido la brújula al observarnos y constatar que no surgen de nuestro interior pensamientos bondadosos hacia los demás, es urgente que nos relacionemos con niños pequeños. Si tenemos hijos pequeños, estamos en el corazón de una oportunidad excepcional. Los niños pequeños solo piensan con benevolencia, no se les ocurre otra cosa, ya que viven en un eterno ahora.

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Los niños respiran sumergidos en su propia felicidad, siempre y cuando obtengan la satisfacción de sus necesidades básicas. Insisto, los niños nacemos todos buenos. Para poder desplegar esa bondad solo precisamos ser suficientemente amparados –de modo tal de no tener que desviar nuestra energía para cuidarnos, ya que los adultos nos protegen– y consagrarnos al juego.

Sabemos que los niños –hasta los 7 años de edad– tenemos la capacidad de estar en contacto permanente con los universos sutiles. Nos relacionamos espontáneamente con los dioses, con los ángeles, con los amigos imaginarios, con otras dimensiones y con otros tiempos. Permanecemos en contacto con nuestra propia sabiduría humana, ya que aún no hemos sido arrastrados por fuera de nuestro propio paraíso.

¿Por qué hemos olvidado esos talentos? Por varias razones. En primer lugar, porque al no haber sido sentidos, complacidos y percibidos por nuestra madre –que a su vez atravesó una infancia espantosa cargada de abandonos y violencia– tuvimos que desviar nuestra inteligencia para ponerla al servicio de la autoprotección. Si pasamos nuestra primera infancia intentando sobrevivir, nos veremos obligados a reducir nuestra disponibilidad para entretenernos despreocupadamente, suprimiendo el contacto con otras dimensiones.

La consecuencia inmediata por la falta de juego y la carencia del amparo necesario para vivir en confianza plena en nuestro devenir cotidiano es que hemos ido abandonando las certezas intuitivas con las que hemos llegado al mundo. Sí, la intuición–que todos traemos como parte de nuestro diseño original y que alcanza su mayor desarrollo durante nuestra primera infancia gracias al contacto con los mundos sutiles– no podrá instalarse como nuestro principal recurso si no prolifera en absoluta libertad. Reitero que la intuición es la expresión de la inteligencia.

¿Qué podemos hacer los adultos para permitir que cada niño utilice sus intuiciones con absoluta libertad y confianza? Protegerlo y asistirlo ante cualquier necesidad física o afectiva, satisfaciendo cada milimétrico requisito. Luego permitirle el juego espontáneo, asegurándole un resguardo incondicional para que pueda ir al encuentro de todos sus amigos imaginarios, y por último estar atentos a sus señales, expresiones y avisos. Los niños –conectados intuitivamente consigo mismos y con el universo– nos advierten, nos orientan y nos envían mensajes consistentes y valiosos. (...)

Cuando éramos niños estábamos en eje. Solo hubiéramos requerido ser comprendidos y acompañados en esos despertares. Pero, en ese entonces, aquello no sucedió, sino que por el contrario nuestra voz no fue tomada en cuenta y nuestras percepciones tampoco. Esa fue una verdadera pérdida para la humanidad. Durante la segunda fase de nuestra niñez y durante la adolescencia y juventud, simplemente hemos continuado acallando esas voces interiores, perdiendo toda brújula interior. Hasta olvidarnos completamente de nuestra unión con el cosmos. Ahora somos adultos y no encontramos el camino de regreso.

Muchos de nosotros intentamos encontrar el sentido de nuestras vidas, ya que no sabemos por qué ni para qué vivimos. En ciertas ocasiones nos concentramos en trabajar y ganar dinero. Pero cuando logramos generar el dinero que creemos suficiente, volvemos a estar desorientados. De cualquier modo, las intuiciones siguen apareciendo a cada rato aunque no las registremos. A veces las tomamos en cuenta –cuando se relacionan con hechos menores– y otras veces las dejamos pasar sin percibir la información o las indicaciones vitales que nos acercan.

En todos los casos, invocar el silencio, respirar con conciencia, tomarse pequeños momentos en el día para estar solos, estar atentos a supuestas casualidades o coincidencias o dirigir pensamientos benevolentes hacia otras personas pueden ayudarnos a que nuestras intuiciones florezcan, ya que siempre estuvieron disponibles.

Recordemos una y otra vez que la intuición es la expresión de la inteligencia humana. Podemos resolver casi cualquier obstáculo si nos entregamos intuitivamente a la aparición de las soluciones adecuadas. Esa confianza en la sabiduría interior nos va a facilitar la vida cotidiana.

En ese sentido, tener contacto con niños pequeños es la mejor ayuda. Siempre y cuando sepamos que los niños siempre tienen razón. Si piden algo es porque lo necesitan. Si suplican salir de algún ámbito es porque es urgente huir de allí. Si buscan nuestra protección es porque están en peligro inminente. Si reclaman presencia o disponibilidad es porque están siendo molestados por cuestiones del mundo material que los apartan del sendero de los dioses.

*Autora de Una civilización niñocéntrica, editorial Sudamericana. (Fragmento).