La educación estándar es una de las instituciones más lentas para adaptarse”, leo en un comentario en un medio de prensa inglés. Es como los vehículos que en una autopista de alta velocidad no pueden avanzar al ritmo de los otros; terminan obstruyendo el tránsito de los demás. Esa falta de sincronización es fatal para la sociedad que espera, de ese actor que se mueve a 30 km por hora, resultados en la formación de las nuevas generaciones, como si el mundo fuera el mismo de hace cien años.
De nuestra educación –verdaderamente deplorable– se piensa, se habla y se analiza mucho, aunque, como estamos viendo, con muy pocos resultados. Comprensiblemente, más atención está puesta en los aspectos más generales y más críticos de la situación: los malos resultados, las dificultades para alcanzar la plena inclusión de todos los chicos en edad escolar, la pobre contribución de la educación al crecimiento futuro del país. Pienso que también hay que poner el foco en problemas menos generales pero no por eso menos críticos.
Por ejemplo, la atención puesta en los resultados de las escuelas estatales suele perder de vista los problemas de las escuelas privadas. Ejemplo: hace no mucho tiempo, conversando con los directivos de un colegio secundario privado considerado de los mejores y de mayor precio, les pregunté cuáles son los mayores problemas que enfrenta ese colegio. “Los padres de nuestros alumnos”, fue la respuesta. La conclusión que me confirmó que, si bien los gobiernos, los legisladores y los reguladores son un problema, son sólo una parte del problema; la sociedad –nuestra sociedad– también es un problema.
Estos días he sufrido la actualización de una inquietud que me persigue desde hace años. Hay establecimientos educativos, y hay organizaciones sociales (o fundaciones) que hacen valiosos esfuerzos para facilitar el acceso a una educación lo mejor posible a chicos de nivel de vida pobre. El camino para hacerlo es facilitar becas para chicos que están haciendo un gran esfuerzo personal para integrarse a la sociedad inclusiva y seleccionar a quienes las recibirán mediante pruebas de exigencia; pasan el filtro los que rinden mejor en esas pruebas. Este mecanismo, aparentemente razonable y justo, produce un resultado no esperado que es la negación del bien que se está buscando: los chicos que fracasan en esas pruebas, los que no obtienen la beca o el acceso al establecimiento al que se postulaban, vuelven a su casa con un fracaso a cuestas que es una aplanadora –a veces insuperable– para ellos y para sus padres (o su madre, porque muchas veces no hay padre). Cargan consigo una señal de impotencia, un golpe a su autoestima, una cuota de pérdida de confianza, de la cual pocos nos hacemos cargo. Este problema lo he visto recientemente en un área del Conurbano, lo viví hace pocos años en mi paso por la Universidad Di Tella, he tenido oportunidad de conversarlo con gente de organizaciones que realizan un trabajo excepcional de ayuda a jóvenes de ambientes de pocos recursos para aumentar sus oportunidades educacionales y lo escuché con enorme interés cuando, hace unos pocos años, me lo expuso Passarella –entonces presidente de River–. En ese tiempo, River era futbolísticamente una catástrofe (amigos “gallinas”, hoy exultantes, no olviden las penurias por las que atravesaron ayer nomás). Passarella me dejó con la boca abierta cuando me dijo algo así: si algo me quita el sueño, no es el desastre futbolístico de River ni la situación financiera horrible de club, sino el problema de los chicos que vienen a nuestra escuela a aprender a jugar al fútbol, soñando en convertirse en jugadores de fútbol profesionales, de los cuales una altísima proporción fracasa y se vuelve a su casa, y a la vida, con ese fracaso a cuestas. Vuelven al lugar de donde salieron en muchos casos peor de cómo estaban –porque estaban mal pero no habían fracasado–. Algo tenemos que hacer con esos chicos.
Algunos pueden ver en este tipo de procesos un aspecto más de la “destrucción creativa” schumpeteriana, que es esencial a la vida económica. Pero ésos son conceptos abstractos. El problema que tenemos ante nosotros es el de seres humanos, con nombre y apellido, por quienes deberíamos hacer algo más que darles una oportunidad y desentendernos de las consecuencias. Si no lo hacemos, estamos obstruyendo el tránsito. Aun cuando en nuestro vehículo transportemos una carga valiosa. Estamos enviando a la exclusión social a algunos chicos que tratan de salir de ella.
*Sociólogo.