COLUMNISTAS
Sentido político

Neutralidad

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A 40 años. La memoria de Raúl Alfonsín recibe ataques libertarios y reivindicaciones impostadas. | cedoc

Durante la Primera Guerra Mundial, entre 1914 y 1918, el Estado argentino optó por no intervenir en el conflicto bélico que enfrentó a los imperios centrales con las potencias aliadas. En ese enfoque coincidieron el gobierno conservador de Victorino de la Plaza y la administración radical de Hipólito Yrigoyen.

Años después, en medio de la Década Infame, estalló la Segunda Guerra Mundial. La neutralidad argentina, declarada en septiembre de 1939, se mantuvo durante los mandatos de Roberto Marcelino Ortiz y Ramón Castillo. No obstante, pocos meses antes de la finalización de los combates, Edelmiro Farrell, militar del Grupo de Oficiales Unidos (GOU), que participó del Golpe de Estado de 1943, rompió con esa posición. El 27 de marzo de 1945, el presidente de facto decretó el estado de guerra entre la Argentina y las potencias del Eje, en adhesión al Acta de Chapultepec.

Por estas horas, la imparcialidad recobra un sentido político y simbólico ineludible. Frente al balotaje presidencial, la actitud prescindente no parece ser cabalmente comprendida por algunos sectores que, libremente y con todo derecho, respaldan a alguno de los candidatos en cuestión. En tal sentido, hay quienes tienden a caer en cierta extorsión posicional, llegando a impugnar moralmente a los ciudadanos dispuestos a eludir el dualismo planteado entre el postulante de Unión por la Patria (UP) y su contrincante de La Libertad Avanza (LLA).

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La polarización planificada por los dirigentes –lógica y entendible en esta instancia definitoria– presenta, sin embargo, algunas falencias interpretativas. Por un lado, tiende a ubicar mecánicamente a los neutrales en el campo de la funcionalidad –o presunta complicidad– con el populismo o el autoritarismo, según sea la inclinación de la lectura general.

Así las cosas, no resulta sensato atribuir el resultado final, vale decir la consagración del próximo presidente de la Nación, al pronunciamiento de un electorado que no encuentra en los candidatos una congruencia política compatible con sus principios y valores personales. Se sabe, en una sociedad pluralista nadie puede ser juzgado negativamente por defender en las urnas las ideas que considera justas, aun cuando ello conlleva asumir la neutralidad.

Pero hay algo más profundo. A cuarenta años del retorno de la democracia, mientras la memoria de Raúl Alfonsín recibe ataques libertarios y reivindicaciones impostadas desde el oficialismo, la coyuntura deja entrever los síntomas de una comunidad tajante, por momentos dogmática, tal vez alejada del libre pensamiento.

En paralelo, quizá como consecuencia del creciente deterioro económico, educativo y cultural de buena parte de la población, la Argentina transita un cambio de época, signado por el desapego democrático apreciable en sectores juveniles y de la generación intermedia. Esto explica, al menos en parte, la baja tolerancia a la disidencia y las múltiples formas de violencia cotidiana. En el plano ético, en tanto, existe una evidente naturalización de la corrupción como práctica sistémica de la elite gobernante. Todo ello impacta en las urnas.

En este marco, entonces, se vislumbra cierto desdén por el voto en blanco, la anulación del sufragio o la posible abstención. Estas alternativas, hoy catalogadas genéricamente como tibias, son totalmente democráticas, válidas y justificables ideológicamente. Cada una de ellas patentiza el rechazo a las ofertas electorales disponibles. También, y por sobre todas las cosas, expresan el agotamiento de un andamiaje político que, desde hace muchos años, empuja a los ciudadanos a optar por el mal menor.

*Lic. Comunicación Social (UNLP).