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Niñas y jirafas

Creo que, de todas las artes, la fotografía es la que mejor atrapa una época. Es porque la fotografía, hasta la más íntima y privada, se convierte siempre en social.

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Creo que, de todas las artes, la fotografía es la que mejor atrapa una época. Es porque la fotografía, hasta la más íntima y privada, se convierte siempre en social. Es quietud para atrapar lo que se está moviendo. Conozco a Carla Lucarella desde hace años, ella siempre de un lado de la cámara, yo del otro. Si me toca filmar con ella o con su hermana Camila me pongo muy contento. Ambas tienen algo muy sensible, indefinible: una fragilidad hecha de acero y precisión.

Un día, Carla me llevó en su auto, o yo la llevé en su propio auto porque ella había tomado champagne en Sagai como una diva y como yo no bebo, manejé hasta su casa. Me contó que iba a exhibir unas fotos que heredó de niña, unas cartas; me fue imprecisa en la descripción: una bitácora que le dejó Rosa, su mamá. A los 4 años, la mamá de Rosa, inmigrante rusa, la dejó en lo de unos vecinos y desapareció. Mucho después se supo que había muerto. Ahora Lara, hija de Carla, cumple 4, la edad que ella tenía cuando a su vez Rosa, su madre, la dejó para irse a morir de una rara enfermedad, a sus 26 años. Así que en estricta coincidencia matemática, Carla quiso reconstruir el rompecabezas.

Yo esperaba algo colosal, pero no imaginé lo que pasa en Mamushkas, la muestra en la galería OdA, con curaduría y prólogo impecables de Lorena Fernández. Ya cerró.

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No sé nada de constelaciones familiares ni me interesan; las constelaciones están bien donde están, en el espacio infinito: inaccesibles, irregulares. Las familias en cambio están en el tiempo, en la memoria, en los registros. Pero ningún soporte es fiel. La fotografía, mucho menos. Carla Lucarella, fotógrafa, arma este recorrido sin disparar más que una sola vez su cámara preciosa: es para retratar a su hija Lara. Las demás fueron sacadas por otros. Son fotos de su madre, la huérfana, la adoptada, la pupila, la bellísima, la que quería ampliar su vocabulario porque era muy pobre, la brevemente feliz, la enferma, la abandónica, la ausente. La madre. También fugazmente aparecen el padre –buzo, hermoso, sumergido–, los abuelos adoptivos, el amante de la madre –su psicólogo–, los primos o tíos en el límite del marco de una foto mal cortada, la jirafa Rosita en el zoo, su cuello eterno siempre por encima de las cabezas de todos y todas nosotros y nosotras, rubricando la infancia. ¿Qué quieren las jirafas de las niñas? ¿Advertirlas, cocearlas, elevarlas al cielo?

Entre Rosa y Rosita, y quizás porque mi familia de alemanes y rumanos también está horadada y yo no tengo ni esas fotos ni ese coraje, hice del viaje de Carla el mío propio, en carne viva. Su guión extraordinario incluye en los agujeros de una historia a la Historia. Y es una reflexión técnica y ardiente sobre el porqué de la fotografía.

Muy pocas veces unas fotos dan ganas, tantas, de abrazar con fuerza a unas personas desconocidas, borroneadas, eternamente quietas en el movimiento.