COLUMNISTAS
Opinión

No dejarse atrapar

No pongo cinco estrellitas, no doy consejos, no espero que nadie compre o lea un libro porque yo haya escrito un artículo. Descreo del género columna.

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Leo en PERFIL del domingo pasado una nota llamada “La patria panelista”, que informa que “en los cinco canales abiertos hay 31 programas que suman 154 opinadores”. La opinión se ha vuelto un género en sí mismo, un soporte habitual, tal vez incluso una estética. ¿Podríamos decir lo mismo de los columnistas de los diarios? ¿Cuántos somos en este mismo diario? ¿Y sumados los demás medios? ¿Cuántos somos los fijos y los ocasionales? (dejo de lado que además somos una inmensa mayoría de varones, tema no menor). Seguramente, debemos también estar comprendidos en un número de tres cifras. De mi parte, hace más de diez años (¿once?, ¿doce?, ya no lo recuerdo) que, llueva o truene, sano o enfermo, feliz o desdichado, escribo sin haber faltado una sola vez. Y con una única convicción: descreo de la idea de dar una opinión y de las palabras que hacen juego con ella, como por ejemplo recomendación. Hace poco, un lector se quejó de que el libro sobre el que yo había escrito le resultó malísimo. Estimado lector: no recomiendo libros. Escribo sobre ellos, a partir de ellos, más allá de ellos, como una excusa para pensar sobre asuntos literarios, editoriales, culturales y –ay, no sé por qué me meto en líos–, de vez en cuando, también políticos. No pongo cinco estrellitas, no doy consejos, no espero que nadie compre o lea un libro porque yo haya escrito un artículo. O más aún: descreo del género columna. O en todo caso, intento tomar ese género convencional para rozar sus bordes, forzar sus límites, llevar a cabo un pensamiento crítico sobre nuestra propia praxis intelectual y laboral.

Por sus costos bajos (igual que el de los opinólogos de la TV, solo que ellos, según la nota, cobran “entre veinte y cincuenta mil pesos”, mientras que a mí apenas me alcanza para pagar las facturas de la luz y el gas) y su alta eficiencia, la columna de opinión es la gran apuesta del periodismo en las últimas dos décadas. Pero también se puede pensar la columna de opinión – en mi caso especializada: presupone un lector al que le interesa la literatura, universo reducido si los hay– como una reformulación, una invocación secreta, una cita evidente a una noble y antigua tradición de la palabra escrita: la intervención. El ensayo solapado. La argumentación documentada. Eso había en los diarios (y en los suplementos culturales) antes de la invención de las columnas. A eso se dedicó Carlos Monsiváis en “Por mi madre, bohemios”, el escrito que mantuvo durante décadas. Y a eso se dedicaron Joaquín Edwards Bello y Jenaro Prieto, en sus textos casi diarios cargados de una ironía demoledora. Y así, así, así, en la mejor tradición de la minicrónica latinoamericana en periódicos, como la que desemboca entre nosotros en María Moreno, en las columnas de Federico Monjeau y Matías Serra Bradford en Clarín, y en las columnas de los sábados de Martín Kohan en este mismo diario (o las que escribió en Los inrockuptibles sobre observaciones urbanas). Son textos inteligentes, por momentos brillantes, que en todo momento sospechan y discuten con las propias condiciones de producción de esos mismos textos. Son textos, en especial los de Kohan, pensados en serie. Pero no como una serie que se imagina confluyendo finalmente en un libro (más allá de que tal vez puede ocurrir) sino como una intervención sistemática que no se deja atrapar.