Hace unos días me preguntaban en una entrevista si era posible gobernar a nuestro país sin el peronismo. Conocemos este tipo de cuestionario. Es parte de nuestra liturgia y de nuestro sentido común. Por supuesto que sí, respondí. Se lo viene haciendo hace muchos años. La razón es sencilla y evidente: el peronismo no existe. Es un carro al que se sube todo el mundo: Menem, De Narváez, Carlotto, Macri, Duhalde, Hadad, Pérsico, Scioli, los Saá, Víctor Laplace, Filmus, Palito Ortega, Timerman, Moyano, Boudou, cualquiera. El peronismo es una moneda, un circulante social que permite el funcionamiento del mercado político. Pero la pregunta manifiesta una inquietud. Es la que siente aquel que se da cuenta de que nuestro país no tiene futuro y que sólo es espectador de su destino. En este caso, un destino peronista.
Ser partícipe de una vivencia colectiva con estas características nos retrotrae a tiempos antiguos. Nos devuelve a la época trágica en la que los griegos adoraban a los dioses que determinaban el naipe o el lote que les tocaba en vida a cada uno de los seres humanos. Aquel que transgredía la norma divina desencadenaba un cataclismo del que era una de las principales víctimas. No es que el personaje depuesto se fuera en helicóptero por los cielos de Tebas, sino que se acostaba con su madre sin saber que lo fuese, mataba a su padre o se le suicidaba un hijo. Así era la vida y la advertencia que los poetas trágicos les hacían a sus conciudadanos cuando se atrevían a desafiar el orden cósmico y se creían más poderosos de lo que en realidad eran. Para que esta alerta tuviera la eficacia deseada, se rememoraba el orden mítico que la justificaba.
Entre nosotros, que no somos griegos antiguos, también hay un ansia de crear mitos y ungir a dioses y reyes que delimiten un espacio sagrado, o sea, intocable. La convicción de que “no se puede” gobernar sin algo que no existe, es sugerente, atractiva. Nos da como comunidad un aura extraña, un misterio metafísico, la posibilidad de ser personajes de un relato de ficción. Nos convertimos en un pueblo de fantasmas reunidos en un aquelarre en torno a un venerado tótem. Después de todo, ¿cómo se llama el No Existente que provoca creencias enfervorizadas en su nombre? Dios. Por eso, el interés por la política que ha renacido entre nosotros y que muchos celebran es en realidad un retorno teológico, un sentimiento de intensidad religiosa.
¿A alguien se le llega a ocurrir que nuestro país puede ser gobernable entre 2011 y 2015 sin Cristina? ¿Es posible creer que un rejunte entre Mauricio Macri, Chiche Duhalde y Ricardito Alfonsín puede constituirse en la plataforma de una opción política y en una alternativa de gobierno? Imaginar que los de PRO –que vaya a saber de dónde sacan esta idea de que los pobres son “pobrecitos”–, la jefa de manzaneras que quiere reunir nuevamente a la familia argentina en torno de su marido, y este extraño hijo de un nuevo rey Lear bastardeado en su legado, se unan por un espanto compartido para labrar el porvenir político nacional, nos sitúa en la otra rama de la filosofía, la patafísica, dominio en el que los bufones son reyes.
El carnaval es la otra cara de la tragedia. Así vivimos, entre la patafísica y la metafísica, entre procesiones y carnavales. Sin embargo, no sólo de cielo vive el hombre, ni sólo de hostias. Existe el orden terrenal. La costumbre en nuestro país dice que cuando un dirigente se retira de un puesto político, deja el campo minado para el que sigue. Más aún si pertenece a otro partido. Vacía los cajones, se lleva los proyectos, desarma computadoras, embolsa discos duros, se come la información y deja una deuda impagable. Se va sonriendo con un hasta la próxima y ¡que tengas suerte! El ejercicio del poder en nuestro país se basa en la discontinuidad. Es decir, en una esperanza sísmica. El deseo de que al sucesor le vaya mal es muy tentador. También lo es la creencia en el Uno irremplazable que sabotea al próximo. La venganza será terrible. Esto no sólo acontece ahora. Pasó casi siempre. ¿O acaso don Carlos Menem no daba imagen de todopoderoso y dueño absoluto de dos mandatos y el mejor ubicado para un tercero? ¿No fue él quien se fue con un “hasta luego” después de dejar un paquetito con una bomba llamada deuda externa?
Esta idea de un salvavidas en el poder es variada. El sentimiento de que sin las dictaduras sobrevenía el caos y la violencia irrestricta convencía a más de uno. La consigna de que si el poder no se conquistaba en forma total y militar el pueblo seguiría viviendo oprimido también era una evidencia revolucionaria. Somos hijos del Uno, o de la Una, un modo clásico de venerar el poder que Etienne de La Boétie inmortalizó como el de la servidumbre voluntaria.
Cuando vemos que Tabaré se va a su casa, Bachelet a la suya, Lula ídem, no se debe a que extrañan al perrito y al sillón de lectura. Es un ejercicio diferente del poder. Se lo llama “continuidad”, no eternidad, que no es lo mismo. Tiene que ver con las instituciones. El dicho repite que los hombres pasan y las instituciones quedan: así es, en otros países. En el nuestro, los hombres y las mujeres se quedan, y las instituciones se compran.
Esto último es muy importante. No hay plenitud de poder ni Uno irremplazable sin la Caja. Es el Tabernáculo posmoderno. El dinero es el cimiento del poder del Uno. Sin dinero, el Uno queda pulverizado y obliga a confederar a las partes en disputa. La multiplicidad no es domesticable una vez lanzada al ruedo. En nuestro país, los únicos gobiernos civiles duraderos debieron su permanencia al superávit de caja. Con déficit nos arreglamos con los golpes de Estado. A pesar de no existir el peronismo, asegura el Uno. De ahí que se pueda gobernar sin el peronismo, pero imposible hacerlo sin las corporaciones comandadas por una dirigencia vitalicia. No se puede gobernar sin la CGT, sin la Banca, sin la Federal y la Bonaerense, sin los caudillos armados que administran el delito, sin el empresariado agrupado en sus cámaras, sin los jefes que controlan los movimientos sociales, sin el personal de planta de la burocracia estatal, sin los Barones provinciales, sin los medios de comunicación propios y ajenos. En nuestro país el poder convence. En la conformación de sus estamentos, en su poder extorsivo, en la momificación de su dirigencia, se garantiza la única continuidad real.
El peronismo es el nombre que se da a sí mismo el personal gubernamental que pacta con estos dispositivos de poder en los que se distribuye la clase dominante. Es una entidad nominal que agrupa y legitima un acuerdo prebendario que asegura la continuidad de una misma hegemonía. La Corte Suprema, el Poder Legislativo, los jueces, los educadores, los que están a cargo de funciones de autoridad y de aplicación de las leyes son un decorado de terracota. Nuestras instituciones habitan palacios de estuco. Por eso cuando alguien dice: “Ok, estoy de acuerdo en que este gobierno miente, patotea y roba, pero algunas cosas las hace bien. ¿O no? Pero además, ¿qué otra alternativa hay, me podés decir?”. La respuesta que todos damos es bien conocida: “No, la verdad que no se me ocurre, tenés razón, no hay ninguna”.