El ex presidente Carlos Menem solía decir, cuando le consultaban sobre la marcha de la economía:
“Estamos mal pero vamos bien”. Eran momentos de incertidumbre, cuando el anunciando
plan de reforma del Estado que erradicaría de la faz de la tierra al déficit fiscal y transformaría
al aparato estatal en uno suizo con acento argentino, no terminaba de amalgamar en una idea al son
de inflación, descontento creciente y rumores de renuncias permanentes.
¿Podría contarle ahora Néstor Kirchner a sus confidentes de Puerto Madero que la economía
está bien pero irá mal? Algo de eso podría deducirse de la capacidad demostrada del propio
“modelo” de ser autosustentable. Los últimos indicios de que el ruido se generaliza no
hace más que abonar la teoría que, más que recalentada, la economía argentina está lanzada a una
velocidad que no puede sostener estructuralmente. Por restricción de recursos, de instituciones, de
ideología y de hacedores de política económica adecuados.
El ministro de Economía, Martín Lousteau, decidió asumir su rol nominal de verdad. O al menos
dar pasos en pos de convertir su cartera en algo más tangible que el Palacio de Hacienda. Los
escarceos anunciados con el secretario de Comercio, Guillermo Moreno, no son nuevos pero sí más
profundos. Un funcionario, que en teoría reporta al ministro pero que juega de tropa de elite de
los jefes del ministro, rompe con todo el esquema de unidad de mando. Lo novedoso es que, sabiendo
de antemano esa limitación en su capacidad de ejecución política, haya cambiado.
Durante el último lustro se alentó desde la cúspide el poder negociador de Hugo Moyano. Hoy
pone su 19,5% más el “plus” en efectivo como un techo para el resto de sus compañeros,
que haciendo números finos pondrán un piso de más de 20 puntos en la carrera inflacionaria. La
política monetaria privilegió la acumulación mercantilista de reservas y el mantenimiento de un
tipo de cambio nominalmente “competitivo” a despecho del alza en el costo de vida.
La crisis energética, otro desliz que no fue reconocido al principio como tal, amenaza con
amordazar la producción y convocar malestar urbano este invierno. Como en materia energética la
desaprensión por el futuro se termina pagando con intereses más tarde, la cuenta que se extiende es
monumental. La conjunción de factores climáticos adversos no puede ser protagonista de este
fracaso. La política de precios, y sobre todo los prejuicios ideológicos con respecto al lucro
empresario, sí están en el centro de esta destrucción de valor económico. Queda la última carencia:
la calidad del gerenciamiento público. No sólo se trata de diseñar políticas adecuadas sino de
llevarlas a la práctica en tiempo y forma. Ser leal a la causa o aún no toca un peso ajeno,
lamentablemente, no alcanza. Sí se necesita juicio profesional formado, experiencia en equipos y
carisma para convocar a la mejor gente. Y saber plantarse frente al poder.
Esta semana, en Madrid, debatieron en televisión abierta los dos candidatos a ministros de
Economía del español que surja de las elecciones el 9 de marzo. En un rincón, el actual mandamás
del área, Pedro Solbes, y en el otro, el ex presidente de Endesa, Manuel Pizarro. Sobresalió en
ambos el amplio abanico de capacidades en el manejo de la cosa pública. Solbes fue ministro de
Felipe González y va por la reelección con su jefe Rodríguez Zapatero. Pizarro logró la fama
popular al resistir los embates del gobierno por no regalar la compañía eléctrica a Gas Natural, y
consiguiendo para los cientos de miles de accionistas un precio casi tres veces superior al
ofertado inicialmente.
¿Podemos imaginar entre un ministro que sobreviva varias administraciones diferentes u otro
que anteponga el interés de los accionistas a la comodidad de un retiro dorado?
Si la respuesta es un sí, el camino se disipa. Pero si no encaja con la actual visión de la
naturaleza del poder y el fin de “lo económico”, tampoco se podrá invocar la propia
torpeza para explicar los sinsabores futuros.