Por motivos que van desde la jerarquía de sus máximos exponentes y la calidad de los espectáculos hasta el poder de convocatoria y el interés de los auspiciantes, soy un convencido de que el tenis femenino no puede tener una escala de premios ni equiparada ni similar a la del masculino.
Considero maravillosa la gesta iniciada hace décadas por Billie Jean King, cuyos esfuerzos por poner al tenis de las chicas en un plano de igualdad con el de varones le llevó a golpear cientos de puertas, a revolver decenas de escritorios y hasta a participar, a principios de los 70, de la farsesca Batalla de los Sexos, partido en el cual la gran norteamericana enfrentó –y venció– a Bobby Riggs, un tipo que 30 años antes supo ganar algún torneo grande previo a la Segunda Guerra Mundial, pero que al momento del choque poco menos que se sacó las pantuflas antes de salir a la cancha. Pero una cosa es valorar la conquista de King y otra muy distinta es justificar el resultado.
En tiempos de Gaby Sabatini, la cosa era diferente. Es más, me animo a decir que el fenomenal duelo de dos décadas protagonizado por Navratilova y Evert justificaba claramente recibir premios semejantes a los que se llevaban Lendl, McEnroe, Connors o Becker. Cuando Gabriela disputó la final del Masters de 1987 con Steffi Graf, en el Madison Square Garden, el promedio de asistencia del torneo femenino superó claramente al de los varones. Entonces, con torneos que tenían a Graf como gran candidata, pero que incluía –en diferentes etapas– a talentos como Navratilova, Evert, Sabatini, Mandlikova, Sukova, Novotna, Seles, Arantxa Sánchez y algunas más, la expectativa producida por las mujeres tenía mucho menos que envidiarles a los varones respecto de lo que viene sucediendo desde hace no menos de una década.
La primera señal complicada la dio Lindsay Davenport, quien terminó siendo una gran campeona pero llegó a su primer gran título con un estado atlético con el cual un varón no llegaría ni a 300 del ranking. Algo similar sucedió –y sucede– con la muy talentosa Svetlana Kuznetsova, quien aún hoy es número 4 del mundo y compensa con la cabeza y su muñeca lo que evidentemente no consigue trabajar en los entrenamientos. En el medio aparecen dos fenómenos de otra magnitud como las hermanas Williams. Venus, la mayor –y la menor enorme– de las dos, llego a número uno sin saber lo que es pegar una volea, para dar un ejemplo de las limitaciones técnicas que compensa con una tremenda potencia. Serena, más versátil que su hermana pero con un lomo digno de la mulatona de Clemente, es tanto más completa como más inestable que su hermana.
Ellas, Venus y Serena, acaban de disputar una más de las muy malas finales femeninas de Wimbledon de los últimos años. Terminada la carrera de Justin Henin –disculpen otra arbitrariedad, pero ella sí merece el mismo premio que Federer o Nadal–, las norteamericanas volvieron a arrasar en el All England en una quincena en la que, demasiado pronto, quedaron eliminadas las cuatro mejores del ranking. Un ranking que, por cierto, cambia de número uno de manera constante, y no justamente por una lucha de megatalentos. En condiciones normales, es probable que las Williams estén por encima de Jankovic, Ivanovic, Sharapova o todas las rusas que se les ocurran. Y por eso creo que ésa, la de las norteamericanas, debía ser la mejor final posible para el célebre torneo.
A la hora de los hechos, Venus y Serena jugaron un partido de terror. Cometieron demasiados errores no forzados, perdieron varias veces el saque y cuando alguna necesitó salir de la base o la trajeron para delante, quedó claro que la red, para ellas, es peor territorio que Kosovo. Ganó Venus porque tuvo menos miedo y porque se mueve mucho mejor que Serena. Pero, más allá del 7-5 y 6-4, fue una más de las finales que no justifican ni por asomo que la campeona se lleve más de un millón y medio de dólares. No me refiero al nivel del partido en sí: el concepto se basa en el nivel integral del tenis femenino de estos días. Que produce mucha más belleza que talento.
En realidad, me arriesgo a que estas líneas abran una polémica más de género que de idoneidad deportiva. Y cualquier atenuante que quiera ponerle me dejará tan mal parado como al antisemita que asegura tener un amigo judío. Pero prefiero toda la vida meterme en este asunto que en el de la final de hoy. Porque estoy ansioso por ver a Federer ganar su sexto Wimbledon consecutivo, porque estoy convencido de que el suizo es mucho más talentoso que el español, pero tengo la sospecha de que, hoy, el Rafa dará el gran golpe.
Y esta final sí que vale más de un palo y medio verde.