Nuestro lado vanidoso y grandilocuente –tan fuerte como nuestro lado derrotista y trágico– nos hace mirar Europa como la querencia que nuestros bisabuelos dejaron en medio del drama pero que, aun hoy, en medio de la opulenta superabundancia de nuestros otrora deudores, de algún modo nos pertenece.
Cómo no derramar una lágrima y terminar con una puteada de dientes apretados al mirar el capítulo 1947 de Los años del Nodo. Algo así como el Sucesos argentinos de Franco que, en el año de la visita de Evita a Europa, dedicó gran parte de la reseña no sólo al viaje de nuestra madre espiritual, sino a la llegada de las donaciones de cereales que la Argentina envió a la España de posguerra. Al final del informe, se agregan imágenes de la manifestación de cientos de miles de madrileños frente a la Embajada argentina en la capital española, agradeciendo que Perón había firmado con Franco el nuevo plan de inmigraciones. Plan que permitía entrar sin restricciones… a los españoles que quisieran vivir en la Argentina. Cuánta desmemoria. Y cuánto miserable paseando por Puerto Madero con acento castizo y billetera y mocasines de nuevo rico.
Como aquel marido humilde que acepta resignado que su mujer embarazada le meta los cuernos con Marcello Mastroianni en El gran embotellamiento –todo con tal de atender al famoso del cine en casa–, nosotros no sólo convertimos a España en un país con pozos de petróleo, sino que nos deleitamos llenando nuestro aire con rumores que involucren supuestos intereses de los grandes europeos por los vientres de nuestras madres futboleras. Tanto hablamos al respecto que al final uno no sabe bien si a Saviola, Higuaín, Gago o Milito queríamos seguir viéndolos en la cancha cada domingo o si queremos verlos –muchas veces sentados en el banco– a través de la pantalla de ESPN.
Hoy es un día en el cual, definitivamente, somos aquel marido que acepta que su señora se levante a Mastroianni mientras le sirve un plato de fetuccini al pesto. Porque aun a horas de Nochebuena, pero a favor de no tener fútbol en casa, devoraremos casi en simultáneo la doble historia de dos clásicos con mucha historia y con un presente que, además, resuelve cosas importantes en los respectivos torneos.
Para Milan, perder con el Inter –realmente un equipo argentino– significa resignar la ultima ilusión de prenderse, aunque sea psicológicamente, en la liga. Es más, aun ganando, tendría más que un respiro circunstancial en un torneo que los tiene para atrás. Para Real Madrid, en tanto, sacarle los tres puntos al Barcelona implica mucho más que distanciarse en la tabla cuando, a más de una rueda por jugarse. Es confirmar que es el más poderoso en el duelo entre los dos más poderosos del planeta de las pelotas.
Hablamos del Milan, verdugo de Boca y, en ese caso, nos referimos a un equipo cuya presupuesto obsceno al menos se traduce en conquistas internacionales. Nada que ver con los restantes. Ellos, como Manchester United y, especialmente, Chelsea, gastan cientos de millones por año para reforzar equipos en los que, más de una vez, han ido al banco Shevchenko, Giggs, Henry o Crespo. Ellos dejan en evidencia que no siempre ganan los más ricos; también dejan en claro que el espectáculo puede vivir y florecer sin que lo condicione definitivamente el resultado.
¿Cómo se entiende, si no, que dos de las tres ligas mas poderosas del planeta tengan como emergente a seleccionados que nunca llegaron mas allá de las semifinales de un Mundial (España) o que, con apenas un título mundial ganado, hoy ni siquiera esté entre los 16 finalistas de la Eurocopa (Inglaterra)? En la Argentina hemos justificado muchas depresiones futboleras como si fueran la consecuencia de un mal resultado internacional. Ni la mala presentación de los estadios, ni la mala infraestructura, ni la hegemonía territorial de los barrabravas influyen más que una decepción estadística.
Se dice por ahí que en España o en Italia, el público perdió pasión futbolera. Especialmente en Madrid o en Barcelona, aseguran que el hincha histórico dejó paso al espectador de teatro. Así, la gente que el sábado pasado no se perdió el estreno catalán del último musical de Andrew Lloyd-Weber, usará las mismas galas para llenar el Camp Nou. Por cierto, el comentario tiende a empeorar las bondades pasionales y el conocimiento futbolero del nuevo hincha. Entonces, si el español va a la cancha como quien va al teatro –confieso que me encantaría disfrutar de algo así en nuestra tierra, cuna de buena parte de los mejores futbolistas del planeta–, habrá que convenir que el argentino va a la cancha como quien va a la Bolsa de Comercio.
En todo caso, creo que los 90 minutos que, de tanto en tanto enfrentan a equipos nuestros con equipos de ellos, sea a nivel de clubes o a nivel de selección, suele llamarnos a engaño. Porque durante ese rato es muy frecuente ver igualdad de potencias y hasta nos sorprendemos con un historial con más gloria mundial sudamericana que europea. Pero en el día a día, no nos parecemos en nada.
Hoy seremos testigos televisivos de dos clásicos a estadio lleno, sin los famosos “pulmones” que los violentos imponen en nuestras canchas y hasta nos daremos el lujo de ver cómo salen limpios los equipos a la cancha sin que los jugadores lleven de la mano decenas de mascotas a 300 pesos per cápita. La pelota rodará mejor o peor, depende de quien la toque, pero no andará a los tumbos culpa de un césped que no aguantó el baile de los fans de Soda Stereo. Y si a algún hincha se le ocurre salirse de pista, su equipo será castigado por un tribunal que no está integrado por hinchas notables de los clubes en cuestión.
Luego, el futbol podrá ser más o menos divertido. Todos sabemos que no siempre quien más paga es quien mejor juega. Porque en el fútbol, como en la Fiesta de Serrat, mientras rueda la pelota el prohombre y el gusano bailan y se dan la mano sin importarles la facha.