Un reconocido crítico recluido en retiro permanente en una destemplada playa atlántica (aunque permanentemente conectado de manera virtual, como los isleños neohumanos de Houellebecq) cursa invitación a un reconocido editor y poeta con quien intercambió lecturas cruzadas y largos diálogos de 140 caracteres. El poeta empaca dos bolsos, compra dos pasajes y, aprovechando el fin de semana largo de cada semana, parte con su mujer a la cita a ciegas. El plan: llegar el sábado a media tarde, quedarse dos noches, volver el lunes con tiempo suficiente para desacostumbrarse de la buena vida. Al bajarse del micro, el lugar les parece (como diría Rust Cohle) el recuerdo borroso y ajeno de una ciudad. El escenario ideal para prender y apagar el mundo a discreción, protegidos por el ruido del mar y la distancia cibernética. Mientras caminan a la casa, se entusiasman con la inminencia del encuentro y la charla hasta la madrugada. En la puerta, reciben la calurosa bienvenida del anfitrión y su compañera. Dejan sus cosas en el cuarto que les prepararon y salen a comprar para la cena. El día soleado y templado invita a la playa, pero al llegar a la orilla los expulsa el viento. Terminados los trámites y agotado el peloteo de precalentamiento, la charla empieza, mate y facturas de por medio, en la mesa de cocina. Pasan revista de sus varias coincidencias literarias, cinematográficas y musicales, repasan la lista de nanocelebrities a quienes ambos quieren o no quieren, se cuidan de dejar afuera a las figuras con fallo dividido. Todo esto se lleva el resto de la tarde y el comienzo de la cena. Finalmente, no les queda más remedio que hablar de política.
Arthur Koestler, comunista desencantado y liberal escéptico, decía en el Carnegie Hall en 1948 (refiriéndose al temor del antiestalinista liberal a quedar del mismo lado que el antiestalinista fascista): “No se puede evitar que la gente acierte por las razones equivocadas… el miedo de encontrarse en mala compañía no es una expresión de pureza ideológica; es una expresión de falta de confianza en uno mismo”. Más lacónico, Albert Camus (refiriéndose a su tendencia a hacer la vista gorda a los campos de concentración de Stalin) escribía en su diario: “No seré más amable”. ¿Tiene sentido extrapolar el llamado a la polarización antagónica aun a costa de mezclar los opuestos de Koestler, o el llamado a la insolencia de Camus, al debate político argentino? Más allá de la especificidad del estalinismo (su carácter genocida, el mismo que diferencia nazismo de fascismo), la batalla cultural contra el comunismo en la Europa de posguerra se dio en el marco de una guerra fría sin fecha de vencimiento. En Argentina, la batalla cultural contra el kirchnerismo se da en las postrimerías del kirchnerismo, en vísperas de un cambio democrático que dejará estos temas en manos de exégetas e historiadores. Una cosa es aprender de los errores, mirar a través de la coyuntura y prepararse para el repechaje dentro de dos años; otra ladrarles a los actores cansados a la salida del teatro.
El poeta no recuerda bien cuándo la cosa se vuelve personal. Si con Carta Abierta o Canal Encuentro o la tanda proselitista del partido de fútbol o la insistencia de su anfitrión en que abandone toda esperanza. Para cuando llegan al contingente femenino (Cristina, Carrió), las mujeres dejan la mesa buscando la tranquilidad de la cocina, desde donde siguen los pormenores del match: las intervenciones breves del poeta, la creciente vehemencia del crítico, los violentos movimientos de la silla en el parqué, los brotes de Tourette. De pronto todo queda en silencio. El crítico acaba de decir algo que no alcanzaron a escuchar, y el poeta responde en voz muy baja. La segunda vez se oye alto y claro: los están echando, a los gritos, está decidido, nada más que hablar. Tardan un rato en volver a empacar los bolsos. Cuando vuelven al living el crítico ha abandonado la escena. La mujer los mira como excusándose del capricho del pibe, les recomienda una hostería a pocas cuadras, los despide con un beso. Cuando salen ya es medianoche y la ciudad borrosa está desierta. Nadie contesta el timbre en la hostería y tienen que esperar el amanecer en la estación.
* Economista y escritor.