A veces leer no es bueno. Hay una vana vanagloria que nos individualiza y es que en la Argentina no se exhiben películas dobladas, como sí ocurre en España y en otros países, donde uno puede optar entre ver y oír una película o sencillamente leerla. Y no me hablen ahora del artilugio franquista para censurar películas de contenido obsceno (el doblaje permitía, por ejemplo, que una película que hablaba de la relación erótica entre dos hermanos terminara siendo la relación erótica entre dos perfectos desconocidos), porque estoy hablando del efecto actual del doblaje, no del papel y el peso del doblaje en la historia de la cultura de Occidente.
Tengo la impresión, cuando veo una película subtitulada, de que no consigo ver la película y que me la paso todo el tiempo leyendo. Como siempre exagero, pero de otro modo no se explica que tenga que estar todo el tiempo retrocediendo (es por esa razón que odio ir al cine: no puedo parar y volver para atrás. Ir al cine es ir en contra del goce estético, a menos que uno esté lo suficientemente entrenado para captar ese goce instantáneamente). Como todo el mundo, mi cultura cinematográfica se basa en el comercio de películas piratas, subtituladas vaya uno a saber por quién pero, a juzgar por los resultados, por gente que aparentemente conoce muchos idiomas, menos el español. De modo que leer los subtítulos significa un doble esfuerzo de deducción, el esfuerzo que media entre entender lo que dicen e imaginar lo que hubieran debido decir. Y no vayan a creer que las películas que se exhiben en los cines están mejor traducidas. En una película francesa que vi en un cine de la calle Corrientes, un personaje decía: “Un coup de dés jamais n’abolira le hasard. Mallarmé”, y el traductor había puesto: “Un golpe de dados jamás abolirá el azar. Mal armado”.
En cambio, los que se dedican a doblar películas son, como mínimo, actores mediocres, no traductores incapaces. Su intervención eficaz no sólo permite oír lo que alguien dice, sino que además se esfuerzan por que las palabras traducidas se acoplen hasta al movimiento de labios del actor. El resultado es una experiencia parecida a la de ver y oír una película, no a leerla.
Godard se refirió una vez a este dilema. El está en contra del subtitulado, pero también está en contra del doblaje. Su solución es extraordinaria, pero naturalmente, como todo lo godardiano que finalmente, con el tiempo, termina siendo asimilado, tardará veinte o treinta años en aplicarse. Godard decía que lo que haría falta sería que una voz en off “guiara” al espectador a lo largo de los acontecimientos, interviniendo en los momentos apropiados para dar indicaciones precisas, sólo deducibles por las palabras enunciadas. Así se evitaría que cuando un actor, por ejemplo, sufre un ataque de tos, no aparezcan en los subtítulos las expresiones “¡cof!, ¡cof!, ¡cof!” o estupideces parecidas. Lo que sí, se quedarían sin trabajo los actores que se dedican al doblaje. Pero si a alguien le importan más los trabajadores del cine que el cine mismo, debería dedicarse al sindicalismo. Porque el cine es cine, a pesar de los que viven de él, no gracias a ellos.