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Nombres propios

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El canon se armó por azar, pero me gusta lo que puede deducirse de su ordenamiento. Mi escritorio mira a una biblioteca, a mi espalda hay otra y a mi izquierda otra más. Adelante están Agamben, Roland Barthes, Benjamin, Brecht, Bellatin, Lewis Carroll, Copi, Cozarinsky, Deleuze, Carl Einstein, Fogwill (la biblioteca está ordenada por riguroso orden alfabético). Cada vez que levanto la vista, me encuentro con alguno de esos nombres que me sugieren algunas cosas o me reprochan otras.

Me cuidan las espaldas Ginsberg, Lorca, María Moreno, Sylvia Molloy, Pasolini, Pezzoni, Proust, Puig, en quienes me apoyo cuando siento que desfallezco.

Del lado del corazón están Rilke, Rulfo, Sarduy, Walsh y Aby Warburg y, porque hice una pequeña trampa, una sola pero decisiva concesión a mi comodidad, al alcance de la mano, Foucault. Si hubiera seguido con el riguroso orden alfabético, Michel habría quedado a mis espaldas, muy por encima de los tres metros de altura, sólo accesible desplegando la escalera que, para los libros altos, guardo detrás de la puerta.

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Como tengo con Adorno una relación más bien distante, no me preocupa que esté, como Borges, más cerca del techo que de mi escritorio, pero me habría resultado incomodísimo no poder abrir un libro de Foucault o de alguno de sus comentadores en cualquier momento con sólo extender el brazo.

Desde el punto de vista alfabético, Foucault quedó atrapado entre Todorov y Ubersfeld. Desde el punto de vista de su carácter inspirador, está al lado de un libro-fetiche que me regaló Cozarinsky sobre cierta “Expedición Link” de la que alguna vez tendré que encargarme. Allí se lee: “Link, de cuerpo perfectamente formado, alto y de hombros anchos, bien merecía esa voz segura y de resonancia agradable que daba a sus palabras una firmeza indiscutible” y “Link ilustraba sus amenos relatos con hermosas y bien ordenadas colecciones de fotografías, tomadas en su mayor parte por él mismo”.