Hay un célebre chiste de Foucault en ¿Qué es un autor?, en el que se pregunta si un papelito privado de un escritor, una notita que dice “no olvidar llevar la ropa a la tintorería” debería formar parte de sus obras completas. Mucho se ha escrito sobre ese texto, pero curiosamente poco y nada sobre la historia de ese papelito, y sobre la historia de otros papelitos semejantes. Y, sin embargo, la literatura y la experiencia de la lectura están hechas de esos papelitos, de viejos subrayados, de mensajes cifrados y marcas del pasado.
Una vez, en una librería de viejos en Madrid llamada La pelirroja, encontré dos libros llenos de anotaciones y subrayados: Poemas 1934-1952, de Dylan Thomas, en la edición de Visor, y una antología de Allen Ginsberg, en la editorial argentina Ediciones del Mediodía, traducida por Marcelo Covián. Casi que los compré sólo por las marcas que tenía. En el libro de Ginsberg, bajo un poema que comienza diciendo: “Esta noche todo está bien… Qué / futuro terrible. Tengo 23 años, / año del cumpleaños de acero”, alguien escribió: “De Carlos. Madre Coraje, 1971-1975”. Es evidente que hay una cita a la obra de Brecht, y a una puesta teatral que posiblemente haya ocurrido en esos años en Buenos Aires. ¿Pero qué más? ¿Qué otra historia se oculta en esa frase? Imposible saberlo: ninguna semiología salvaje, ninguna hermenéutica radical jamás podrá develarlo. Es extraño, pero la poesía de Ginsberg apunta a todo lo contrario; a decirlo todo, a exhibirlo todo, a suspender todo misterio y, por lo tanto, el inefable misterio, el verdadero encanto del libro se encuentra en otro lado, en esa nota al pasar, en esa frase perdida entre la letra impresa y el margen de la página.
Debo decir que nunca fui un admirador de Ginsberg, aunque reconozco a Aullido como un gran poema. Dentro esa generación me gusta más Ferlinghetti. Su equivalente a Aullido es un largo poema llamado Autobiografía, donde repite el mismo tono entre testimonial, perplejo y combativo del poema de Ginsberg, también sostenido en una primera persona que no duda de su autoridad (quizás allí resida todo el problema de la poesía beat). Sin embargo, hay algunos pequeños pasajes del poema de Ferlinghetti que son maravillosos, momentos en los que vacila e introduce reflexiones cotidianas: “Los perros son los verdaderos observadores / que pasean arriba y abajo del mundo”. U otros donde afirma: “Soy un completo misterio para mis mejores amigos”. Quizás en esas afirmaciones laterales, que contradicen el sentido general del texto, se encuentre lo mejor de la poesía de Ferlinghetti (no sé por qué, pero en general tienden a gustarme las frases que contradicen el sentido general de cualquier texto). Sin embargo, es extraño que me gusten esas frases, porque si de algo desconfío es del uso del misterio para definir la poesía. Apelar al misterio para describir al poema es olvidar la materialidad de las palabras: un poema está hecho tan sólo de palabras, una debajo de la otra, y no mucho más que eso.
En el libro de Thomas, las marcas eran aún más banales, leves e inexpresivas (y por eso más interesantes). Apenas unos círculos rodeando algunos nombres propios en el prólogo: Eliot, Auden, Jack Spicer (esto me recuerda uno de los perfectos poemas de amor de Spicer: “Hay verdadera pena en no tenerte, así como hay verdadero dolor en no tener poesía / No totalmente como consuelo, solución, fin a todas la tragedias menores / pero en cualquier caso (poesía o tú)/como compañeros de cama. / Contra la corriente de los rododendros y otras imágenes que no hemos visto juntos / He visto tus labios cerrados y llego transpirando a casa”). Con el paso del tiempo, he llegado a pensar que quienes marcan los libros no lo hacen para ellos mismos. Sin saberlo, lo hacen para los demás. Tiene razón Foucault: nunca un papelito extraviado va a llegar a integrar las obras completas, pero no por ser un texto menor sino por no pertenecer al autor; por pertenecer al futuro, a la lectura, al malentendido o a la pasión.