El de Vicente Saadi y Dante Caputo fue el primer debate político televisivo que me tocó ver, a poco de restablecerse la democracia en el país. El asunto en cuestión era un conflicto limítrofe con Chile; pocos años antes, por rispideces de esa índole, llegó a haber amagues de guerra y hasta un ensayo de oscurecimiento en la Ciudad de Buenos Aires. La guerra que sí ocurrió, la de Malvinas, estaba muy cerca en el tiempo, resonando en lo que se decía.
Yo me iba alejando por entonces de los fervores del nacionalismo, que había dado en cultivar; pero los lineamientos del progresismo alfonsinista nunca me entusiasmaron. Aún existía la posibilidad de considerarse ajeno a una determinada antinomia sin que se supusiera por eso que uno quedaba ubicado en el medio. Por edad (es decir, por falta de edad), no me tocaba votar en el plebiscito que motivaba el debate. Tuve así la ocasión de seguirlo sin la presión de resolverme por el sí o por el no.
Lo que recuerdo de aquel debate es que lidiaron verbalmente dos personas que, profundamente convencidas de la legitimidad de las posturas que asumían, esgrimían sus respectivos argumentos con una fundamentación razonable. Recuerdo más solvente a Caputo, recuerdo más trastabillante a Saadi. Y sé bien que en el desarrollo del intercambio no faltaron momentos bizarros. No obstante, y creo que sin idealizar, tiendo a pensar que una escena como la de esa noche, la de dos hombres de la política defendiendo genuinamente sus ideas con las artes de la retórica y un aceptable respaldo objetivo, puede lucir desde nuestro presente como un lujo ya difícil de obtener.