En los años previos al retorno de la democracia en 1983, muerte y venganza fueron conceptos determinantes de todas las fuerzas militares que actuaron, fueran éstas legales como las fuerzas armadas, o ilegales como los grupos guerrilleros. Ambos practicaron, con sus estilos y métodos, la cultura de la muerte. Lo hicieron desde lo conceptual y esencialmente en los hechos. En 1970, los montoneros se presentaron en sociedad con el secuestro y asesinato del ex presidente de facto Pedro Eugenio Aramburu. Dijeron que lo hicieron para vengar el secuestro y la desaparición del cadáver de Evita, y aplicaron justicia por sus propias manos, precisamente, secuestrando y asesinando. Antes de su ajusticiamiento, hubo un intento de canjear al militar por el cadáver momificado de Evita que, por entonces, seguía escondido. El 17 de julio de 1970 la Policía de Buenos Aires encontró el cuerpo de Aramburu en el sótano de un campo ubicado en la localidad de Timote. Según contó la propia organización, lo ultimaron con tres tiros en el cráneo y uno en el pecho. Los investigadores del caso llegaron a la conclusión de que, presumiblemente, fueron varios los tiradores y que lo hicieron con distintas clases de armas. Se halló el cuerpo en una caja de madera común. Vestía una camisa blanca, corbata a cuadritos chicos, sin cinturón, medias de color oscuro y zapatos negros. Tenía los ojos hundidos, los párpados pegados, la boca abierta con una media enrollada a su alrededor y una cinta adhesiva de sesenta centímetros. Eran fáciles de reconocer sus prótesis dentales, según describió el informe policial. De acuerdo con lo que escribieron los peritos, el cadáver presentaba un estado de putrefacción atípico. La piel estaba seca y tensa; había zonas del tórax salpicadas de una sustancia calcárea, y otras con aspecto de musgos. Después se supo que esa atipicidad se debió a que el cadáver había sido cubierto con cal para acelerar su descomposición y evitar que tuvieran éxito las pruebas químicas en piel y órganos. El director de Investigaciones de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, inspector general Vicente Caparelli, propuso cortarle las manos para analizar sus huellas en los laboratorios de La Plata. No lo dejaron, y por razones de seguridad la autopsia se realizó en el Regimiento de Granaderos a Caballo. De todas maneras, la suerte del cadáver de Aramburu estuvo marcada por un manto de sospechas. Otra versión, basada en una investigación paralela que hizo el capitán de la Marina Luis Molinari –quien fuera subjefe de la Policía Federal en el gobierno de Aramburu–, contó otra historia. Su verdad fue que, en realidad, los montoneros secuestraron al militar en complicidad con un sector interno del Ejército que tenía la información de que Aramburu iba a encabezar un golpe de Estado contra el entonces presidente de facto, el general Juan Carlos Onganía. Esto explicaría por qué los guerrilleros hicieron el operativo vistiendo uniforme militar e invocando que representaban al Ejército. Su hipótesis sostiene, en su conclusión, que después los montoneros entregaron a Aramburu a ese grupo militar, al que, finalmente, se le muere, según su versión, en el Hospital Militar; existirían incluso testigos del traslado del cadáver en un auto particular. De acuerdo con la conclusión de Molinari, el cadáver fue entregado a Montoneros, que preparó la escena del supuesto “ajusticiamiento popular” en Timote. Como se comprobará, una vez más la cultura necrómana se coló en el asesinato. Páginas y ríos de tinta sirvieron a ambas versiones, cuyas argumentaciones discurrieron sobre los motivos de la muerte y la suerte del cadáver. Simbólicamente se tiraban el muerto entre los que defendían una y otra posición. Su asesinato fue festejado por muchos peronistas: representó la venganza de lo que el régimen militar había hecho en 1955 con el cadáver de Evita. Había sido una venganza justa. Roberto Cirilo Perdía, uno de los líderes de la cúpula montonera, contó en su libro La otra historia una visita que le hicieran a Perón en 1972 los oficiales montoneros Carlos Hobert y Alberto Molinas. Al terminar la reunión, el General les mostró el cadáver de Evita, que hacía poco tiempo le habían devuelto. “Allí frente al cuerpo de Evita, un Perón emocionado, con lágrimas en los ojos, tomándolos del brazo les dijo: ‘¡Cómo podrían pensar que yo iba a estar en contra de la ejecución de Aramburu!’”, escribió Perdía. La principal consigna de Montoneros era “Perón o muerte”, y la historia demostró que esta última fue el principal instrumento de acción política que utilizó el grupo. Un alto dirigente de la organización confesó para este libro que la violencia estaba determinada por la idea de dar la vida por algo superior, que era entrega, uniendo lo que se decía con el hecho de poner el cuerpo, y que esa entrega se nutría tanto del pensamiento cristiano como del marxista. El montonero aceptó que la muerte era un instrumento político y explicó que cuando se elegía una víctima se trataba de una decisión racional y política, no impulsiva. Es decir, la muerte era el objetivo político. Así, y como si de méritos se tratara, la muerte física de sus enemigos era el camino obligado del ascenso dentro de la organización político-militar. En función de los atentados o los asesinatos que se cometieran, se subía en la escala burocrática del grupo. En general, para los grupos guerrilleros de los años sesenta y setenta, la toma del poder debía realizarse por medio del uso de armas, es decir, produciendo muertes. Y los militares respondieron con la misma lógica de pensamiento, con el agravante de que lo hicieron desde el Estado. En lo conceptual, se debía matar al “enemigo de la patria” que había osado atacar a las fuerzas armadas, el “reservorio moral de la patria”, y justificaron el accionar invocando una guerra que nunca existió como tal. En la práctica, las fuerzas armadas se vengaron del enemigo guerrillero utilizando el gigantesco aparato estatal y aplicando sus mismas estrategias violentas e ilegales. O sea, se combatió a la muerte con mucha más muerte. Con distintas proporciones y responsabilidades históricas, los dos grupos de la muerte ejercieron el macabro regocijo de disfrutar del dolor producido en el otro.
La última dictadura militar entronizó esa cultura de la muerte en la cúspide del Estado, sofisticando los mecanismos necrómanos conocidos hasta entonces. Es la primera tanatocracia, es decir, el gobierno de la muerte, que registra la historia del país. El componente tanatocrático supone que siempre hay muertos que parecen más importantes que otros; unos son ejemplificadores y otros demonizantes.
A pesar de que la mayoría de los militares y sus cómplices civiles se declaraban occidentales y cristianos y decían defender valores humanos, la realidad mostró cómo sus odios políticos y religiosos estuvieron marcados por vengarse de sus víctimas asesinadas castigando sus propios cadáveres. Cuerpos mutilados, quemados y decapitados, otros tirados al agua con peso para que se hundieran en la inmensidad del río o del mar y fueran devorados por los peces, exhibición pública de guerrilleros muertos como trofeos de caza. La dictadura no sólo usurpó la legalidad institucional del país, esto es, de la vida terrenal, sino que creyó que eso le daba también derecho sobre los muertos; quería ocupar el lugar de un Dios supremo que decidía quiénes debían vivir, quiénes debían morir, y qué castigo a los cuerpos merecían sus víctimas. Para la dictadura, el mensaje de los muertos desaparecidos fue el siguiente: no hay cuerpo, por lo tanto no hay evidencia. Todos saben que las personas fueron asesinadas y que están muertas de toda mortandad, pero nadie pudo ver al muerto, el cadáver, nadie puede dar testimonio de ello excepto sus asesinos, que guardan silencio con dos significados.
El primero, hacia el muerto, en el sentido de que fue bien castigado por lo que hizo en vida, y que ni siquiera mereció el derecho al sagrado entierro.
Y el segundo, hacia los vivos, utilizando al muerto como mensaje para la sociedad argentina: los cadáveres son nuestros, ustedes no tienen derecho a enterrar a sus muertos, y además cuídense porque les puede pasar lo mismo.
La definición del dictador Jorge Rafael Videla, cuando dijo en una conferencia de prensa que “los desaparecidos no existen, son una entelequia”, no fue más que la confesión de la enfermedad terminal que portaba el sistema represor.
Laura Bonaparte es madre de desaparecidos. Su hija, Aída Leonora Bruschtein, fue secuestrada y asesinada luego de una de las razzias que las fuerzas militares hicieron en las villas de emergencia vecinas al Batallón de Depósito de Arsenales Domingo Viejobueno, de Monte Chingolo, atacado en diciembre de 1975 por el grupo guerrillero ERP. Radicó la denuncia del asesinato en el Juzgado Penal Nº 8 de La Plata con la intención de poder recuperar el cadáver.
En enero de 1976 le dijeron que, debido al secreto militar, sólo podían devolverle las manos de su hija, conservadas en un frasco rotulado con el número 24. No aceptó. Entonces le ofrecieron entregarle el cuerpo, pero a cajón cerrado. Tampoco aceptó. Recién en 1984 pudo obtener una orden judicial para abrir una fosa común del Cementerio de Avellaneda, donde habían sido enterrados muchos cadáveres “no identificados”, más conocidos como “NN”. Allí fue imposible encontrar un solo esqueleto completo. Estaban todos trozados y no coincidía la cantidad de piezas halladas. Encontraron doce fémures y sólo dos cráneos.
De acuerdo con lo que relataron los sepultureros –que habían recibido constantes amenazas de los militares durante los años de plomo–, en aquellos tiempos llegaban camiones del Ejército cargados de muertos y prisioneros aún vivos. A ellos los remataban ahí mismo mientras los militares cavaban las sepulturas. Todos los cadáveres eran sometidos a mutilaciones.
Como consecuencia de estos casos, el Equipo Argentino de Antropología Forense excavó en varias fosas y pudo probar que la mayoría de los cuerpos tenía las manos seccionadas. Los cortes fueron hechos con sierras quirúrgicas, como las que se usaron para mutilar después el cadáver de Perón.
*Periodista.