Es muy auspicioso que nuestra sociedad renueve una vez más la práctica democrática del voto universal. Sin embargo, para que este evento trascienda lo meramente formal desde el punto de vista republicano, deberíamos reflexionar sobre ciertas cuestiones que trascienden la coyuntura y que van más allá de las circunstancias. Me refiero a aquellos malos hábitos y vicios que nos acompañan desde hace décadas y que, en definitiva, nos impiden emerger como una nación que simplemente se precie de tener y administrar de manera racional los valiosos recursos naturales y humanos con los que cuenta en beneficio del conjunto de su sociedad. De esa forma, podríamos dejar de depender de conveniencias de corto plazo que sólo sirven para alimentar la fantasía de que podemos tomar atajos y conseguir igual o mejores resultados que otros pueblos o países han logrado, pero obviamente con menos sacrificios.
En ese sentido, es claro que la falta de institucionalidad es uno de estos aspectos. Como sociedad, no hemos sido hasta ahora capaces de conformar instituciones robustas que trasciendan los deseos, los arbitrios y las necesidades de quienes pretendan manejarlas. No hemos conseguido que las instituciones tengan prioridad sobre los individuos que las lideran y que –vale resaltarlo– sólo transitoriamente son responsables por administrar su destino. Con frecuencia hemos permitido y justificado que las instituciones sean excesivamente flexibles, todo lo flexible que se requiera como para ser funcionales a los individuos que temporalmente las lideran. A su vez, nuestra cultura, predominantemente individualista y concentrada en personas antes que en organizaciones, alimenta un ámbito de desconfianza hacia el otro, provocando un despilfarro inconmensurable de energías destinadas a competir de manera ineficiente, porque cualquier acción individual se percibe como un juego de suma cero, donde si yo gano, lo hago a expensas de otro, que pierde, y viceversa.
Por supuesto que en este estado de cosas, donde vaciamos a las instituciones de contenido, el respeto por la ley se encuentra ausente, porque “sólo la respeto cuando coincide con mis necesidades puntuales”, pero si esto no ocurre, estamos preparados para encontrar los argumentos y justificativos para vulnerarla o modificarla conforme a nuestra conveniencia, aunque éste no sea el camino correcto.
A su vez, en sociedades como la nuestra, donde en general las instituciones sólo tienen relevancia por los individuos que las dominan, existe una tendencia a juzgar las opiniones en función de quién las dice, y no basados en las razones o el fundamento que esa opinión trae detrás. De esta forma, rechazar el debate forma parte de un hábito, y descalificar al adversario se transforma en una práctica común. En nuestra cultura, fundamentar nuestras posiciones no es parte importante de la dialéctica, se torna en accesorio. Rechazamos fuertemente ir al fondo de cada cuestión, gastamos energía donde no corresponde, y mucho peor que eso, terminamos sin resolver nada de manera duradera. De esta forma, las conclusiones y las decisiones son siempre efímeras porque después de poco tiempo, la “verdad” es otra muy distinta, una verdad que es relativa al sujeto que domina la institución de que se trate y no a los individuos que la integran o le dieron su mandato para representarlos.
Es importante que como sociedad nos permitamos reflexionar sobre estas cuestiones, de forma tal de ir incorporando los buenos hábitos de escuchar genuinamente al otro, de dialogar desapasionadamente con el adversario, de juzgar sólo cuando tenemos los fundamentos para hacerlo, de respetar incondicionalmente las instituciones y la ley, de asumir la responsabilidad por la evidencia y los resultados de las cosas que hacemos.
Esa es nuestra responsabilidad. Cuanto antes lo hagamos, más pronto estaremos en condiciones de ser protagonistas en lugar de espectadores y poder así contribuir a alcanzar un promisorio destino como Nación.
*Presidente de Shell Compañía Argentina de Petróleo SA.