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Nuevos secretos del arte

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A Ramiro R., su interés por los espejismos lo llevó a encontrarse con los secretos de la fascinación y de la decepción. De pequeño soñaba con viajes intergalácticos –el frío traje de astronauta lo hacía flotar ingrávido en la nave espacial que atravesaba los espacios oscuros en busca de la flor solar que se abre en llamas en el confín del Universo–; soñaba con la isla desierta donde el explorador o el náufrago pisa los pasos de su propia huella anhelando el rastro de lo nuevo; pero sobre todo soñaba con las lentas caravanas que atraviesan el desierto y que en el resplandor de la arena alientan la ilusión del agua elevándose temblorosa en  la línea del horizonte, una ilusión que se mantiene igualmente lejana, la misma medida de separación sostenida en el tiempo y la distancia: la fluctuación del espejismo que promete un oasis de alivio al que nunca se llega. Esa promesa insatisfecha era para él una prueba (no teológica) de la existencia del infierno, la demostración más completa, porque dejaba afuera la conclusión del viaje y la concreción de un destino.

Ramiro creía que su posición al respecto lo volvía una especie de versión moderna de Tántalo, quien fue arrojado por los dioses al inframundo a causa de sus actos malvados y condenado a desear sin obtener lo que desea, ya que, cuando muerto de hambre o de sed, estira una mano para tomar una fruta o tomar un sorbo de agua, agua y fruta se apartan. Para no hablar de la enorme roca oscilante que amenaza con caerle encima y aplastarlo. En opinión de Ramiro, lo de Tántalo era una pavada en la comparación, porque el pobre griego podría sufrir durante una completa eternidad el castigo de la carencia, pero al fin de esa eternidad los dioses se apiadarían de él y le encajarían una pena más leve. ¡En cambio él! ¡El, que no creía en dioses, perdones ni vidas ultraterrenas, estaba aniquilado por el resto de su breve vida a sufrir por lo que no alcanzaba! (Nada más común que suponerse castigado por una suerte excepcional).

Pasaron los años y Ramiro hizo su experiencia y eligió un destino, ligado a la práctica de una de las disciplinas del arte. Padeció la desazón y la obsesión y aprendió a conocer los límites de su talento y a luchar contra ellos porque el artista inventa una obra que obra inventando al que la crea. Pero por mucho que hiciera, había algo que permanecía intocado: cualquier cosa que fuera el núcleo inicial de su trabajo, el espejismo de deseo que le había dado origen, se convertía en un punto de arribo inaccesible. El tendía hacia su imagen inicial, llegaba a arañar sus bordes, pero ésta nunca se realizaba en el curso de su tarea. Lo intentó una y otra vez, pero nunca llegó al punto. Poco antes de morir, advirtió que su padecimiento se había vuelto sistema y ese sistema había sido, finalmente, el secreto motor de su obra.

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