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Nunca estuve en Trieste

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Hace años rechacé una invitación para asistir a un festival de cine en Trieste porque no era lo suficientemente bueno. Hoy me arrepiento, porque desde entonces desarrollé cierta fascinación con esa ciudad tan literaria: allí vivieron Stendhal, Joyce, Svevo, Rilke, Bobi Bazlen. Pero no fue ninguno de ellos el que me contagió la obsesión por Trieste sino Veit Heinichen, un alemán nacido en 1957 que un día se enamoró de Trieste, se mudó en 1997 y empezó a escribir la serie del comisario Laurenti, en la que Trieste despliega su esplendor geográfico, cultural e histórico como una buena guía de turismo. De hecho, en YouTube se puede ver un documental llamado Mi Trieste, en el que Heinichen hace de guía, con especial énfasis en la cocina y el vino de la región. Lástima que esté en alemán.
Entre el mar y la montaña, entre el bosque y el desierto, Trieste tiene una topografía compleja y una historia moderna complicadísima: fue el confín occidental del Imperio Austrohúngaro y antes de ser definitivamente italiana fue también alemana, yugoslava y “territorio libre” administrado por un comando militar aliado entre 1945 y 1954. Enclavada en la actual Eslovenia, Trieste está muy cerca de Croacia, de Hungría y de Austria. Su multiplicidad cosmopolita, su papel como encrucijada de guerras y conflictos, la convirtieron en un perfecto lugar para el espionaje y la intriga, una especie de Casablanca o de Beirut aunque con un mejor destino: hoy Trieste ofrece sus secretos y sus refinamientos a turistas y millonarios cuyo dinero viene de diversas fuentes, incluyendo una poderosa mafia balcánica contra la que lucha Laurenti. Pero todo es complicado en Trieste: acabo de terminar el tercer volumen de la serie, La larga sombra de la muerte, y allí aparecen neonazis, ecologistas, crímenes de la ocupación nazi y hasta una organización que esclaviza sordomudas rusas como mendigas.
Las tramas de Heinichen son confusas e inverosímiles, pero dejan asomar la densidad de su pasado y la belleza de la ciudad, cuya opulencia y sofisticación se sostienen en una maraña de delitos. Laurenti hace equilibrio entre su mujer local y su amante croata, entre Italia y Europa del Este, entre el sibaritismo y la corrupción, entre la burocracia y la rebeldía. Sin gran énfasis, Heinichen sostiene a Laurenti del lado de la honestidad.
Pero ése no es el caso de Rocco Schiavone, el héroe de Antonio Manzini en Pista negra, un policial recién traducido. Schiavone es romano pero lo asignan al Val d’Aosta, sitio tranquilo donde se aburre entre pueblerinos y alpinistas. La contratapa del libro anticipa que Schiavone es un personaje colorido, pero no se anima a confesar que también es corrupto. No mucho, lo suficiente como para mexicanear cada tanto a algún traficante y acumular un dinero que le permita retirarse algún día al sur de Francia y vivir en una propiedad modesta, que cueste sólo cuatro millones de euros. Para que lo ayude a piratear en el asfalto, Rocco recluta a Italo, un subordinado que es buen muchacho, despierto, eficaz y al que el sueldo de policía no le alcanza para mudarse de la casa de los padres. Los argumentos de Rocco son de una lógica impecable: como a los políticos, a los policías les resulta muy difícil convivir con la opulencia sin disfrutarla.