El 6 de julio, Barack Obama y el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, se reunieron en Washington para abocarse principalmente a las conversaciones de paz entre los líderes palestinos y los israelíes. Al día siguiente, ante exponentes de la comunidad judía norteamericana, Netanyahu aseguró que las reuniones palestino-israelíes comenzarán “muy pronto”, pero de inmediato advirtió que serán “muy, muy difíciles”. Antes de volar rumbo a los Estados Unidos, el premier israelí debatió en el seno de su gabinete acerca de su convicción de que había llegado el momento en el que el presidente palestino Mahmoud Abbas se encontrara directamente con los más altos funcionarios del gobierno de Israel, ya que esta era la única manera de avanzar hacia la paz. El 8 de julio, 15 mil peregrinos procedentes de diversos lugares de Israel, encabezados por los padres del soldado Gilad Shalit –cautivo del movimiento islámico de resistencia Hamas desde hace cuatro años–, se estacionaron frente a la residencia de Netanyahu exigiéndole un acuerdo de intercambio de cautivos. El lema de los manifestantes fue: “Netanyahu: Gilad también es tu prisionero”. La laberíntica situación en Medio Oriente hace que, una y otra vez, la política exterior para la región de Obama y su dinámica se lleven por delante a la realidad. Se conoce que el tiempo es un recurso escaso y no renovable; un rasgo de sabiduría consiste en saber cuándo es inexorable ofrendar una preciada ración con forma de paciencia.
Esta columna aludió hace unos meses al conocido y añejo adagio: un proceso de paz duradero en Medio Oriente “pasa por Damasco”. Su presidente, Bashar al-Assad (quien visitó Argentina recientemente) ha distinguido la diferencia que existe entre la firma de un tratado de paz y la existencia de una paz sustentable. En nuestro país hizo declaraciones que vale la pena traer a colación, no por novedosas sino por significativas. “¿Por qué los palestinos tienen que pagar el precio de lo que ha ocurrido en esa guerra?”, se preguntó, refiriéndose al Holocausto y a la Segunda Guerra Mundial. Y añadió: “Desde 2003 hasta ahora, más de un millón y medio de iraquíes fueron asesinados. Ahora mismo, más de un millón y medio de palestinos están sufriendo bajo un bloqueo en Gaza y están muriendo poco a poco. ¿Esto no es un holocausto?”. En otro momento, puntualizó: “La relación (de Washington) con Siria incluía el regreso de un embajador norteamericano, pero eso no ha avanzado. Tampoco ha cambiado la situación en Irak. Afganistán está peor que antes. Ellos no son capaces de administrar un proceso de paz”. Si es verdad que la paz –y no la simple firma de un tratado– pasa por Damasco, entonces también es cierta la afirmación de Bibi Netanyahu acerca de que las conversaciones serán “muy, muy difíciles”. Tanto en Israel –por ciertas razones– como en Siria –por las opuestas–, la política para la región que ideó Obama todavía no ha decolado. Assad no sólo está decepcionado con el gobierno israelí (“extremista” es el calificativo que le asesta) sino también con el pueblo que lo votó.
En los Estados Unidos, la convicción de que es una opción realista integrar a Siria dentro de un orden pro-norteamericano en Oriente Medio tiene perseverantes adherentes, pero también tenaces detractores. Los que militan dentro del primer grupo sostienen que Siria es un “jugador vital” en Oriente Medio, para usar las palabras del periodista George Baghdadi. Damasco influye sobre los hechos que transcurren en El Líbano, es un aliado cercano a Irán, comparte una frontera crucial con Irak y tiene relaciones directas con grupos como Hamas o la organización islamista Hezbollah, cuyo máximo líder, Hassan Nasrallah, fue huésped no hace mucho del presidente sirio al-Assad y del iraní Mahmoud Ahmadinejad, en una cumbre realizada en Damasco.
Sobre la mano contraria de la avenida milita Tony Badran, un especialista en Medio Oriente que trabaja para el Centro de Investigaciones sobre Terrorismo de la Fundación para la Defensa de las Democracias (FDD), con sede en Washington. Dice que Bashar al-Assad ha mantenido la posición clave de su país en la política de Medio Oriente “aspirando” el proceso de paz y regresando a las artes militares por otros medios. Siria es un país débil, se explica, incapaz de enfrentar el poder de Israel y la penetración norteamericana en la región; en consecuencia, urdió una alianza realista y defensiva con Irán y con actores no estatales como Hamas y Hezbollah, tanto para evitar el aislamiento cuanto para acumular activos con los que presionar a Israel y a los Estados Unidos a sentarse en una mesa para recobrar los Altos del Golán. En consecuencia, frustrará cualquier acuerdo regional que ignore sus intereses.
Los partidarios de las negociaciones con Siria no son fáciles de arrear. En el curso del testimonio que brindara en abril Jeffrey Feltamn, secretario asistente de Estado para los asuntos de Oriente Próximo, frente al Subcomité de la Cámara de Representantes norteamericana, la congresista por California Dana Rohrbacher le preguntó qué es lo que hace falta para convertir a Siria en un país árabe moderado, “como Jordania o Egipto”. Implícitamente, hizo alusión a los acuerdos de Camp David, firmados por el presidente egipcio Anwar el-Sadat y el primer ministro israelí Menachem Begin el 17 de septiembre de 1978, con la mediación del presidente de los Estados Unidos Jimmy Carter, mediante los cuales Egipto e Israel firmaron la paz zanjando sus conflictos territoriales. Los Badran’s boys responden que es archisabido que desde Assad padre (Hafez al-Assad, presidente de Siria desde 1970 hasta su muerte en 2000) existe la decisión de “confrontar con el mundo de Camp David”.
El indisputable atractivo de Siria como “zona buffer” (amortiguador) hace que las actuales autoridades norteamericanas no cesen de enviar emisarios de todo tipo, incluido Frederic Hof, un experto en resolución de conflictos, quien no hace mucho se reunió con el Waleed Mouallem, ministro sirio de Relaciones Exteriores. Cuando la prensa se intrigó respecto de los detalles del encuentro, las fuentes se negaron a entrar en especificidades. Tony Badran rabió.
Hay que ver qué harán los Estados Unidos frente a expresiones que cuestionan su influencia global. El dilema bascula entre el precio del deseo y la oportunidad de la resignación.