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Oda al billete

Al ser acuñadas en metal, las monedas de la antigüedad no eran tanto una representación de valor, como una medida determinada de ese valor, además de pequeñas obras de arte. El papel modificó este principio, y lo simbólico inició su avance sobre lo concreto. Hasta hace no tanto, el billete representaba una realidad que podía hacerse efectiva en otra instancia o patrón. En 1940, por ejemplo, los argentinos leían, en elegantísima caligrafía acompañada de ilustraciones muy vistosas, la promesa: “El Banco Central pagará al portador y a la vista diez pesos moneda nacional”. Pero en la era cripto, cuando va dejando de circular y la abstracción alcanza su apogeo a partir de las billeteras virtuales, cualquier vieja parafernalia parece no tener sentido. Sin embargo, es cierto que el oro u otros bienes tangibles no dejaron de existir y que, como aseguraba un comerciante de diamantes de la India en un documental reciente de la BBC, “nada es tan independiente de los vaivenes del poder como lo que podemos guardar por nosotros mismos”. Obvio que invertir en metales o piedras preciosas no es un horizonte viable si ya se remataron las joyas de la abuela, pero los billetes, sucios y devaluados, siguen disponibles.

Sin caer en purismos, como negarse a Mercado Pago porque se considera indeseable a Galperín, mantener formas de intercambio tradicionales es un mecanismo que contraría lo que algunos llaman turbo capitalismo. Si el sistema vigente –más allá del nombre que le demos– no nos parece justo y no somos revolucionarios, podemos consolarnos eludiendo módicamente sus mandatos más encarnizados. Usar, por ejemplo, billetes u otros valores más tangibles que los propuestos por la vida digital, permite sortear una porción del ominoso control al que se someten todas nuestras transacciones, ínfimas en relación a las que tienen el privilegio de no ser controladas. Además, el uso de billetes nos reconcilia con el pasado, ¡es como tener un pedazo de historia en la mano! Aferrémonos a ellos mientras se pueda. Hagámoslo antes de verlos definitivamente confinados a las vitrinas de los museos, al lado de las hermosas monedas romanas.