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Odios en red

Estos años también se recordarán como la década fracturada. Un mal histórico.

SILLON PRESIDENCIAL COYUNTURAL
| PABLO TEMES

Yegua”, “puta”, “montonera”, vomitan de un lado los que le desean la muerte a Cristina. “Gorilas”, “fachos”, “golpistas, genocidas”, acusan los que rezan por una Cristina eterna.
Las redes sociales arden de furia y rabia de cobardes anónimos que sólo echan más leña al fuego. Es verdad que esa batalla por internet no representa fielmente a la sociedad. Es sólo una expresión minoritaria y extrema. Pero antes no existía y ahora existe. Ese es el dato más inquietante. Ese es el tamaño del retroceso.

El odio es un sentimiento. El más perverso de todos, porque se mete por los poros y funciona como una peste contagiosa e incontrolable. Es claramente una fobia, la peor de la condición humana. Nada bueno se construye individualmente desde el odio y mucho menos colectivamente. Si hay dos países dentro de un territorio, ninguno crece, ninguno puede hacer feliz a su gente.

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El odio inoculado en las venas abiertas de esta sociedad durante la década fracturada es la peor herencia que dejará el kirchnerismo. Igual que el asesinato como instrumento político, el odio debe ser condenado por la inmensa mayoría democrática sin que nos importe quienes sean la víctima y el victimario. Pero no todos los crímenes fueron iguales. Eso proponía la nefasta “teoría de los dos demonios”. Quedó claro que la muerte masiva que se industrializó desde el Estado fue infinitamente más grave que los asesinatos cometidos por grupos civiles de insurgentes que apostaron a la lucha armada. No hay posibilidad de equiparar una cosa con otra. Hay diferencias abismales en sus magnitudes y recursos. Por eso, se deben condenar todos y cada uno de los crímenes. Pero no todos fueron de lesa humanidad. Con el odio ocurre lo mismo. Son muy despreciables los retrógrados francotiradores de rencores.

Pero los rencores que fueron ejecutados desde el aparato de propaganda del Estado mediante un plan sistemático tienen otro tipo de responsabilidades, sobre las que deberán rendir cuentas ante la historia. Sobre todo porque muchos intelectuales lo justificaron con Ernesto Laclau en la mano y con la repugnante idea de que el poder se construye con la generación permanente del enemigo y que sólo los tibios reformistas buscan los consensos.

Todos los insultos y agravios son basura ciudadana. Pero es infame adherir a la “teoría de los dos odios”. Es el Estado que debe representarnos a todos el que malversó su obligación de apostar a la cohesión social y la convivencia pacífica. No es mi intención levantar el dedito para señalar culpables. Pero no hay otra manera de encontrar un remedio a esta enfermedad que establecer cómo se inició todo. ¿Quiénes fueron los que resucitaron el odio en la Argentina? Utilizaron todos los caminos posibles. Los grupos de tareas pagos de internet, las patoteadas y los escraches en persona, el juicio en plaza pública a distintos periodistas, la pegatina de afiches con caras a las que llamaron a escupir, variantes mussolinianas que fueron diseminando fobias sin que las más altas autoridades las repudiaran con toda contundencia. Muchas veces miraron para otro lado y callaron, y en algunos casos las fomentaron desde el Poder Ejecutivo. Se puede definir en tres palabras: autoritarismo de Estado.

Es cierto que algunos energúmenos celebraron el hematoma en la cabeza de Cristina, como en su momento algún subhumano escribió “Viva el cáncer” mientras Eva Perón agonizaba. Pero, esta semana, un grupo de adoradores de Cristina insultó de arriba abajo a una periodista por el sólo hecho de ser de TN y El Trece. Incluso una mujer avanzó con una tijera en la mano. La propia custodia presidencial tuvo que ayudar a Sandra Borghi para que la cosa no se convirtiera en linchamiento o en tragedia.

¿Qué objetivos tenían los muchachos cristinistas? ¿Quemar el móvil con los trabajadores de prensa adentro? ¿Clavarle la tijera en la yugular a la periodista monopólica? ¿O sólo pretendían asustarla para que se autocensurara? Nadie lo sabe. Cuando una barra brava se mueve por venganza y se autoestimula puede hacer cualquier cosa. Todo sea por defender a la patria, que es Cristina, y por eliminar a la antipatria, que son los gorilas.

En términos históricos, es terrible lo que nos pasa. Es muy doloroso pero real. Muchos años nos costó a los argentinos suturar aquellas heridas profundas que se abrieron en la pelea a favor y en contra del peronismo. Ninguna comunidad puede realizarse con felicidad y convivencia entre sus integrantes si está partida al medio. No debemos permitir que el fanatismo y la bronca ocupen el país.

Yo creí que ese odio surgido de la política había sido sepultado definitivamente durante aquel nefasto levantamiento carapintada. Con el gran antecedente del abrazo Perón-Balbín, el jefe del peronismo de entonces, Antonio Cafiero, estuvo parado en el balcón de la Casa Rosada junto al presidente radical, Raúl Alfonsín. Eran la foto de la unidad nacional. Eran los conductores de las mayorías nacionales que se unían frente a las armas y a los golpistas. El genocidio que habíamos padecido había dejado una enseñanza: la dictadura no hacía diferencias partidarias. Mataba, secuestraba y censuraba sin preguntar qué camiseta partidaria tenía la víctima.

Sin embargo, hoy resucitó aquel odio sin límites. Es el que padecieron tanto Nelson Castro como Jorge Lanata, entre otros. Ambos fueron perseguidos por el oligopolio privado y estatal de paraperiodismo. A uno lo acusaron de hacer un papelón o de manifestar su expresión de deseo cuando advirtió sobre las enfermedades tanto de Néstor como de Cristina.

El canciller Héctor Timerman llegó a tuitear: “Hay Kirchner para rato” poco tiempo antes de su muerte. Fusilaron al mensajero, que no hizo otra cosa que decir la verdad. Y a Lanata llegaron a compararlo en las pantallas goebbelianas con Jorge Rafael Videla, el jefe de los terroristas de Estado. Fueron operaciones repetidas mil veces y subsidiadas con el dinero de todos los argentinos. Y esto es sólo un ejemplo de una metodología que implementaron con ferocidad.

Ojalá comprendamos que siempre el odio envenena a la sociedad. Pero, cuando baja desde el Estado, es letal. Desintegra y enciende llamas de un incendio que nos quema a todos y a todas.