El sábado 24 de noviembre, después de los incidentes que terminaron con la suspensión del partido de vuelta entre River y Boca por la final de la Copa Libertadores, escribí en mi muro de Facebook este breve texto, fruto de mi indignación: “River Boca no se debe jugar… Nos hemos convertido en un país irrespetuoso, violento. El escenario es desigual, no importa de qué lado estés. Hay desigualdad; se han perdido el equilibrio y la cordura. El presente nos agobia de miseria, pobreza y desigualdad. Esta decadencia no es fácilmente reversible, es la responsabilidad de años de administraciones corruptas de los gobiernos que nos han pasado”.
Para mi sorpresa, este texto dio un resultado poco habitual en mi muro, ya que fue replicado 84 veces por personas que compartían mi indignación e impotencia. Hoy no se habla de otra cosa más que de la final suspendida, y parece que todo -o casi todo- el país está unido en ese sentimiento. Sentimos que tocamos fondo. Y sabemos que hace falta un cambio, pero no sabemos cómo cambiar.
Lo que pasó el sábado no es un hecho aislado, ni inédito. Que algo así pasara estaba dentro de las posibilidades, y fue ese temor el que llevó a que los clubes rechazaran la propuesta del propio Presidente de la Nación de jugar con público visitante. El desastre, tan anticipado, se produjo de todas maneras. Parece una fatalidad, pero es el resultado de años de irresponsabilidad y corrupción. Para entenderlo, no tenemos que quedarnos en lo que ocurrió el sábado, sino que tenemos que remontarnos al comienzo del problema.
Barrabravas, ¿una versión argentina de las maras centroamericanas?
Las barras bravas no son simples grupos violentos o criminales. Desde hace décadas, están perfectamente integradas a la estructura de los clubes, y son una parte del “espectáculo” de la cancha. Son auténticas mafias, basadas en la violencia, que manejan grandes cantidades de dinero y se vinculan con negocios ilegales como el narcotráfico. Hasta aquí, el problema tendría solución. Pero quizás el problema no es que no se lo pueda solucionar, sino que no se lo quiere solucionar.
Los vínculos entre la política y el fútbol no están ocultos en absoluto. En su presidencia, Kirchner estuvo ligado con la barra de Racing e impulsó el proyecto de la ONG barrabrava “Hinchadas Unidas”. Hugo Moyano lidera, además de la CGT, el club Independiente. Su yerno, el Chiqui Tapia saltó de la presidencia de Barracas Central a la de la AFA. El hijo de Alejandro Granados, intendente de Ezeiza, maneja Tristán Suárez. Aníbal Fernández presidió Quilmes. A Massa se lo vincula con Tigre.
La lista podría seguir. Pero no sin el caso más notorio de todos: quien fue presidente de Boca Juniors, y pasó por el club sin tocar el poder de la barra brava, hoy preside nuestro país.
Todos estos vínculos hacen muy difícil que una iniciativa para detener la violencia provenga de la propia política. Quizás haya encendido algunas alarmas, con la proximidad del G-20, y la pésima imagen internacional que dejan los incidentes. O quizás la esperanza sea que Infantino, horrorizado con lo ocurrido, decida desafiliar a la AFA, y nos obliguen desde afuera (ya que solos, evidentemente, no podemos) a empezar una necesaria reestructuración, quizás desde cero.
Dentro de la política local, parece que nadie se le anima a las mafias. O quizás es que las mafias son útiles. Ayer el Jefe de Gobierno porteño, hoy el Presidente de la Nación, dieron conferencias de prensa sorprendidos e indignados como si fueran simples ciudadanos, y no los encargados de resolver el problema. Por supuesto, la culpa se la echaron a otros.
Me parece inverosímil que a día de hoy, el fútbol siga siendo el mayor de los problemas de una sociedad que tiene, innegablemente, tantos otros. Me parece increíble que todavía tengamos que pensar cómo hacer para que el fútbol sea nada más que un espectáculo deportivo, una fiesta. En Inglaterra, hace treinta años, hizo falta la tragedia de Heysel, que se cobró 39 muertos, para desterrar la violencia del fútbol. Ojalá no sea eso lo que estamos esperando.