Para celebrar el orgullo de la pertenencia a determinada condición humana (religiosa, étnica, sexual, social, nacional, etc.) hace falta, primero, una fuerte identificación con esa condición. Y segundo, que esa condición esté puesta en juego por algún tipo de factor de poder: discriminación, segregación, aniquilación, agresión, etc.
La pertenencia es lo primero, lo que construye un orgullo. La amenaza sirve para subrayar ese orgullo. Para volverlo no sólo bandera, sino bandera de lucha y de resistencia. En un país que no discrimina a los gays, la marcha del orgullo gay pasaría a ser, simplemente, una fecha de celebración. Más o menos como ocurre ahora. Es cierto, sigue habiendo discriminación. Pero nada comparado con lo que pasaba hace algunos años.
La Marcha del Orgullo LGTB tiene hoy de orgullo, sobre todo, la historia. Pero el presente es de fiesta. Podríamos hablar de otra clase de orgullos: el judío, el musulmán, el de los pueblos originarios y una larga lista. El Pesaj Urbano no es una marcha del orgullo judío. Pero la función es más o menos la misma. Y cuando ocurre un atentado como el de la AMIA, ésta o cualquier otra celebración se transforma en un lugar de resistencia. Lo mismo los encuentros de pueblos originarios cuando ocurre un crimen como el de los qom en Formosa.
El orgullo villero es algo un poco más complejo. Primero hay que ser claro: el asunto existe. No hay más que repasar las letras de bandas como Damas Gratis, Pibes Chorros, Fuerte Apache o tantas otras que, desde la cumbia o el hip hop, construyeron una épica y una lírica que ayudaron, desde el arte, a esa construcción. O, más bien, fueron el emergente artístico de algo que existía. Lo mismo podría decirse sobre la poesía de Camilo Blajaquis. Son todas expresiones culturales poderosas, sin dudas.
Ahora, ¿es el orgullo villero una construcción nacida puramente desde la reivindicación de esa condición social? ¿O es sólo una mecanismo de defensa frente a la estigmatización construida desde el afuera de la villa? Dicho de otro modo: ¿la gente de la villa elige vivir en la villa? ¿O vive allí porque no tiene otra posibilidad de ascenso social y, por ende, de vivienda? Si esa gente que vive en la villa tuviera la posibilidad de tener un empleo más o menos digno, con un sueldo más o menos digno, que le garanticen una vivienda más o menos digna y una educación y una salud más o menos dignos, ¿seguiría viviendo en la villa? ¿O la villa es el lugar en que les tocó estar y sólo eso, nada más que eso?
En todo caso, si el orgullo villero existe (que existe, insisto), no debería ser el Estado el que fomente esta condición. Apoyar esta cultura desde el Estado significa cristalizar y naturalizar una situación de desigualdad social profunda. Sería, por decirlo de un modo brutal, como instaurar el Día del Orgullo de las Mujeres Violadas, porque la violación existe y la estigmatización sobre las mujeres violadas también.
El Estado debería estar para ampliar derechos. Y para torcer el rumbo de la opinión pública cuando sucede una injusticia instalada en los medios y en el lenguaje cotidiano. El matrimonio igualitario podría ser un buen ejemplo: no era un reclamo de la mayoría de la población, sino de un sector. Y en el resto de la población encontró bastantes escollos para ser aprobado. Pero la aprobación de la ley sirvió para torcer el rumbo de la opinión pública.
Por supuesto que está bien destruir la estigmatización que existe sobre la gente que vive en las villas. Y en ese sentido es absolutamente necesaria y justa la figura del padre Carlos Mugica como símbolo: un cura de clase media-alta acomodada que consagró su vida a los pobres y, particularmente, a los villeros. Un estandarte del fin de la demonización sobre los habitantes de las villas por sobre el afuera. Está muy bien terminar con los estereotipos que perpetúan relaciones de dominación social a los sectores más vulnerables de la sociedad. Pero orgullo es otra cosa.
*Periodista.