En 1980 se estrenó la serie de divulgación científica Cosmos: un viaje personal, guionada y presentada por Carl Sagan. Treinta y cuatro años después, la cadena Fox realizó una nueva versión, ahora llamada Cosmos: una odisea del espaciotiempo, que, por esos misterios de la historia (humana, demasiado humana) parece más vieja que su antecesora, pese a sus deslumbrantes efectos visuales.
El segundo capítulo fue particularmente revelador en ese sentido, ya que, centrado en la evolución de las especies, fueron incontables los rodeos, las metáforas y las incomodidades que el guion le propuso al nuevo conductor, el astrofísico Neil deGrasse Tyson, para que no abundara en las razones que hacen que el ser humano y los grandes simios sean especies genéticamente emparentadas.
Sin negar la teoría darwiniana sobre el origen de las especies, Tyson la puso en una perspectiva espiritualizante, como si lo que el siglo XIX había establecido, subrayado y sancionado de una vez y para siempre no pudiera ya decirse sin despertar la ira de los partidarios de las hipótesis creacionistas, esas hordas de conservadores protestantes que tanto ocupan escaños parlamentarios como sillones corporativos en un país que alguna vez se soñó liberal.
Al no poder sostener hoy el mismo discurso que en 1980 Carl Sagan pronunciaba en las pantallas con simpatía arrolladora, la nueva Cosmos cancela la posibilidad de discutir qué cosa es la humanidad y en qué se sostienen los procesos de hominización, cosa que los grandes teólogos católicos del siglo XX (Karl Rahner, Joseph Ratzinger) y los filósofos contemporáneos no han dejado de interrogar sin por eso negar las hipótesis de la evolución biológica, que constituyen apenas un costado del problema.
Entendida la televisión actual como el soporte discursivo de la opinión pública, revela que hemos retrocedido cuarenta años en casi todos los temas de debate que importan.