Quienquiera que haya inventado aquel lugar común que señala que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra incurrió, al menos, en el pecado de quedarse corto con la idea: los hombres tropezamos, al menos, dos veces con la misma piedra.
Somos millones y millones las mujeres y los hombres que nos hemos casado, al menos, dos veces. Seguramente, hemos reincidido convencidos de que el conflicto lo tuvimos con nuestro partenaire y no con la institución matrimonial. Desde ya, descartamos la posibilidad de que lo imposible sea estar casado con uno.
Mucho más profundo, denso y macabro es el asunto de los delincuentes. Se trata de un escenario en el que la reincidencia –tropezar, al menos, dos veces con la misma piedra– ya no es idea de uno o de otro sino referencia poderosa de las estadísticas. La historia está repleta de estudios sociológicos que explican que, en una buena proporción, la recurrencia en el crimen tiene que ver más con la personalidad del criminal que con la coyuntura o la circunstancia. No se trata de estigmatizar, claro. Pero, aseguran, esto pasa con muchos de los que roban, matan y, especialmente, violan. (Me encantaría aferrarme exclusivamente a la doctrina Zaffaroni del asunto pero los diarios, las radios, la tele y las alertas que llegan a mi celular me impiden considerar la posibilidad en profundidad).
Nos pasa en la vida diaria, nos pasa con la salud y nos pasa con ese hombre o esa mujer que, sabemos, no nos conviene y nos maneja como un títere.
Nos pasa, claro, con el fútbol. Cientos de miles de personas salimos de casa los fines de semana convencidos de que pasaremos un gran momento en uno de los pocos lugares en los que admitimos pasar dos o tres horas amuchados, fregándonos con el sudor de una multitud de desconocidos y sin siquiera un baño donde hacer pis sin mojar la bragueta. Y así como tardamos apenas un puñado de minutos en darnos cuenta de que, por lo general, lo único que podríamos llevarnos de satisfactorio es que nuestro equipo gane a como dé lugar –rara vez el placer de un juego bien jugado–, demoramos lo que lleva en llegar al bondi de regreso a casa en jurar que volveremos para, una y otra vez, repetir un ritual absurdo de pasión insatisfecha. Y reincidente.
El fútbol está lleno de circunstancias en las que se tropieza más de una vez con la misma piedra. Detrás de una fe idiota, volvemos a elegir dirigentes que, tampoco esta vez, van a honrar nuestro mandato, ponemos toda nuestra ilusión en un entrenador como si se tratase de un infalible alquimista de las pelotas y estamos convencidos de que, esta tarde sí, ese lateral derecho que jamás terminó una bien se disfrazará de Dani Alves.
La semana futbolera terminó atravesada por el episodio Osvaldo-Mellizo-Angelici. Ni más ni menos que otra muestra del fútbol que tropieza más de una vez con la misma piedra.
Daniel Osvaldo, como la mayoría de los mortales adultos, es un paquete entero. No se trata de un muñeco del Rasti al cual le sacás la pieza que te molesta. Como usted, como yo, como el Mellizo, como Angelici.
Dentro de ese paquete hay un futbolista de una calidad extraordinaria, capaz de justificar la tarde perdida con un par de jugadas. Es un señor al cual le gustan los recitales de rock, que queda tan expuesto a sus asuntos privados que ya no se sabe si lo embocan o se deja embocar y que, quizás no casualmente, jugó en más de una decena de clubes en la Argentina, Italia, España, Portugal e Inglaterra.
Más que el detalle de la cantidad de equipos y los países a los que Daniel llevó su talento, lo que sobresale apenas se mira con algo de atención es que ni siquiera donde mejor le fue duró más que un par de temporadas.
Ese lugar fue Roma: 57 partidos entre 2011 y 2013. Fueron esos, justamente, sus últimos años de rendimiento normal. Fueron, no casualmente, los tiempos en los que se convirtió en jugador del seleccionado de Italia.
Desde entonces, ni en Southampton, ni en Juventus, ni en Inter, ni en Boca, ni en Porto, Osvaldo disputó más de veinte partidos.
El escenario es demasiado transparente como para dejar toda la responsabilidad del asunto en el futbolista. Jamás jugó una liga marginal y, en la mayoría de las ocasiones, integró equipos con pretensiones de campeón tanto doméstico como internacional.
Quizás no sea tan extraño que en Europa hayan insistido con él sin preguntarse cuál es esa comezón que le impide quedarse demasiado tiempo en la misma casa. En definitiva, las pautas deportivas y económicas en los principales mercados futboleros europeos son más o menos similares. Y si bien no son parecidos los presupuestos de los clubes más modestos a los de Manchester City o PSG, tampoco es para sospechar cómo es que uno, europeo, puede disponer, de golpe, de semejante talento.
Lo que desentona de modo singular es que Osvaldo haya venido a jugar a la Argentina. Es una postura muy personal, pero si mañana me dijeran que yo puedo comprarme el mismo auto que maneja cada quince días Lewis Hamilton, muy probablemente sospecharía que ese auto tiene algún inconveniente.
Cuando se trata de repatriar cracks o contratar figuras excepcionales, el fútbol argentino se emborracha de vanidad y se olvida de que, entre otras cosas, forma parte de un mercado deudor hasta la vergüenza. Tan grosos nos creemos que no se nos ocurre pensar si realmente es lógico que Inter o Juventus pierdan interés en un fenómeno de la dimensión de Osvaldo. Antes que preguntarnos por qué tenemos la posibilidad de meter semejante mina en el telo nos mandamos de punta sin sospechar que, un rato más tarde, despertaremos solos y sin la billetera, creemos que sólo los cientos de mujeres que nos rebotaron no se dieron cuenta de lo guapos que somos.
Cuando se tiene la posibilidad de contratar a cracks como Osvaldo no hay que dejarse llevar por los videos de sus mejores momentos. En el caso de Boca, ni siquiera por el puñado de maravillas que regaló durante su vuelo rasante por la Bombonera en 2015. Para entender que algo no funciona del todo bien, basta con repasar sus números: desde que abandonó Roma, en 2013, apenas jugó ochenta partidos. Y si no queremos creer en esos números, también podemos tomarnos el trabajo de preguntar a dirigentes, entrenadores o hasta jugadores que han compartido su magia. En una jornada que gira alrededor de un lugar común, bien cabe aquello de que “cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía”.
No vayan a creer que le quito responsabilidad al jugador. Osvaldo, simplemente, es como es. Con todo lo bueno y con todo lo malo. Imagino que, desde la buena voluntad, Angelici, Guillermo y hasta el mismísimo Tevez habrán imaginado tener la fuerza suficiente para lograr que lo positivo se devore a lo negativo. Por cierto, es probable que el asunto de las lesiones haya potenciado la angustia, la desesperación y, finalmente, el fastidio del jugador.
Pero no deja de haber una responsabilidad directa de quienes, una vez más, decidieron invertir en él. Tal vez alguien quiera mostrar números que expliquen que Osvaldo vino a Boca sin honrar su cotización europea. El perjuicio patrimonial y deportivo para Boca excede lo que se haya invertido en él. Entre otras cosas, porque las expectativas por repatriarlo le pusieron viento de cola a la venta de Calleri, por características, jugador sin reemplazo en el plantel.
Finalmente, lejos de minimizar culpas y valorando las pautas de disciplina que, ahora en Boca como antes en Lanús, instaló el cuerpo técnico encabezado por Guillermo, hay un par de preguntas que no puedo dejar de hacerme.
¿Es peor un desplante y una declaración socarrona que sacarse fotos con los barrabravas?
¿Tanto más grave es el cigarrillo encendido en el baño del vestuario que encontrarse en el estacionamiento del hotel de la concentración con los máximos referentes de la violencia?