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Otra explosión del gasto

Hacer un balance de la economía de 2008 es contar la historia de las últimas décadas de la Argentina. El “huevo de la serpiente” está en la expansión del gasto público que precede a toda crisis y que, al quedarse sin financiamiento, obliga al ajuste “por las buenas o por las malas”.

Szewach
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Hacer un balance de la economía de 2008 es contar la historia de las últimas décadas de la Argentina. El “huevo de la serpiente” está en la expansión del gasto público que precede a toda crisis y que, al quedarse sin financiamiento, obliga al ajuste “por las buenas o por las malas”.
Paradójicamente, mientras el mundo creció en estos años saltando de burbuja en burbuja, casi como un personaje de videogame, pasando de la deuda emergente de la primera mitad de los 90 a la de las puntocom de finales de esa década y a la de los inmuebles y las commodities de estos años, la Argentina se mantuvo consistente y constante, dado que la única burbuja que inflamos y que explota cada tanto es la fiscal.
Me explico. Sin instituciones, sin política, los conflictos se resuelven siempre con más gasto, “comprando voluntades”. Gasto que, además, carece, por esa misma anemia institucional ya mencionada, de prioridades, eficiencia, progresividad, etc. Lo que lo vuelve socialmente inútil. Con deterioro creciente de la infraestructura y de la calidad de los bienes públicos. Durante muchos años, la manera de financiar esa expansión del gasto público fue la inflación. De allí que nos convertimos, independientemente del signo político ideológico del gobierno de turno, en el país con mayor tasa de inflación en el mundo, en la posguerra, y con el período más largo de alta inflación de la historia mundial. Cuando ese mecanismo se agotó, a finales de los 80, principios de los 90, surgió, como sustituto transitorio, el endeudamiento y el ingreso de capitales, que se interrumpió con el Tequila a fines del ’94.
Superada esa crisis, la mejora de los precios de las commodities y otro ciclo de endeudamiento permitieron una nueva expansión, entre el ’95 y el ’98. Allí sí, se desataron todas las fuerzas de la tormenta perfecta.
Caída de los precios de las commodities, default ruso, devaluación brasileña, superdólar, suba de las tasas de interés y, por lo tanto, la intensa crisis de 2001-2002. A partir de 2003, la recuperación de los precios de nuestros productos de exportación y el default –que redujo el gasto vinculado con la deuda, o al menos cambió el perfil de vencimientos–, sumado a un ciclo global de alto crecimiento, que incrementó la demanda regional, permitieron iniciar un nuevo ciclo de expansión del gasto, cuyo principio del fin se vivió durante 2007. Primero, con el intento de cobrar más impuesto inflacionario, nuevamente. (Recuerde que ya hacia fines de 2007 veníamos a una velocidad de crucero de 30% anual de inflación bien medida.) Y luego, con el aumento de los impuestos a la exportación de finales del año pasado. Después, ya en 2008, y cuando la elevada inflación y la mentira del INDEC se hicieron insostenibles, se intentó volver a subir los impuestos a la exportación –con la fracasada Resolución 125–, esta vez violentamente resistida por los damnificados.
Por lo tanto, ya desde mediados de 2008, y luego con la explosión de la burbuja de los precios de las commodities y la crisis global, se hizo evidente la dificultad de financiar mayores aumentos de gasto, sin recurrir a medidas extremas como, por ejemplo, la confiscación de los ahorros previsionales.
Este pequeño repaso de la historia olvida un “pequeño detalle”. Cada estallido de la burbuja de financiamiento del gasto se termina solucionando con la licuación cuasi automática del mismo, mediante un proceso devaluatorio inflacionario que lo vuelve a valores financiables normalmente.Dicho de otra manera, se aumenta el gasto hasta que se vuelve imposible de pagar por mecanismos “tradicionales” y cuando no se puede más se apela a la devaluación y la inflación, que lo baja en dólares y en términos reales a valores nuevamente “razonables”.

Ciclos. Ese es el “ciclo argentino”, ciclo que tiene detrás una extensa, prolongada y ciertamente irresuelta crisis político-social. Crisis que esconde nuestra incapacidad de cambios estructurales profundos que eviten que, cada tanto, tengamos que estafar a los perceptores de salarios y jubilaciones, reduciéndole sus ingresos con devaluaciones disfrazadas de “golpes de mercado”.
Pero claro, a cada crisis devaluatoria la precede una caída del nivel de actividad y cuando se concreta el estallido cambiario, al perjudicar a los asalariados y jubilados, se genera una fuerte pérdida de popularidad y, casi siempre, de poder.
De allí que los gobiernos se resisten a enfrentar la decisión de la mega devaluación hasta que no tienen más remedio.
Pero, por la ausencia de instituciones políticas fuertes, tampoco encaran, durante las bonanzas, las reformas necesarias. Entonces, vivimos bonanzas sin reformas, que llevan a explosiones sin red, cuando se termina la suerte.
La capacidad de resistencia a la “gran” devaluación depende de condiciones económicas, políticas y sociales. Es por ello que hubo gobiernos con mayor margen de maniobra que otros para demorar o prolongar la agonía, a la espera de un “cambio de vientos” favorable que, a veces, sólo a veces, sucede.

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Alfonsín y Menem. Por ejemplo, Alfonsín, sin ninguna posibilidad de financiamiento externo y sin buenos precios internacionales, primero con el Plan Austral y luego en el ’87, ’88, con el Plan Primavera, resistió pero, finalmente, sucumbió al episodio hiperinflacionario y entregó el poder.Menem expandió el gasto durante los primeros años de la convertibilidad. Siguió el mismo derrotero que después seguiría Kirchner. Tomó el gasto licuado por la híper y lo aumentó descontroladamente en camino a su reelección.
Luego, a finales del ’94 y principios del ’95, aguantó a pie firme el Tequila, ganó la reelección, y pudo estirar la situación hasta que, en el ’96-’97 las condiciones mejoraron. Después, la mencionada crisis del ’98-’99.
De la Rúa, por su parte, acomodó algo las cargas fiscales y consiguió, con ayuda internacional transitoria, prolongar la agonía de la convertibilidad.
Sin capacidad de reformas de fondo, y con crisis política, la ayuda se cortó a mediados de 2001 y don Fernando, que se resistió a romper la convertibilidad y negociar con la liga de gobernadores, se tuvo que ir.
Post convertibilidad. Duhalde concretó la mega devaluación, la licuación, la pesificación asimétrica, etc. (aunque logró, curiosamente, sobrevivir políticamente un tiempo, pese a haber sido protagonista importante de la falta de reformas fiscales de los 90 y de la destrucción fiscal y terminal de la Provincia de Buenos Aires. Caso admirable.)
El kirchnerismo, por su parte, recibió, al igual que Menem en el ’89, el gasto licuado de principios de 2003, reprogramó deuda y se dedicó, a partir de allí, a aprovechar el escenario internacional para expandirlo y, al mismo ritmo, incrementar su influencia política ganando poder con la “caja”.
Hasta que el intento de “ir más allá” de lo posible con el gasto, para asegurarse la elección de 2007, lo llevó, como ya expresara, a acelerar primero la inflación y después, cuando ésta se volvió impopular, a pretender que todo lo financiara el precio de la soja y el endeudamiento internacional a través del “comisionista” Chávez.
Esto último dicho en el buen sentido de la palabra, dado que Chávez nos compraba deuda y la colocaba, inmediatamente, en los bancos venezolanos que, automáticamente, la recolocaban en el mercado internacional.
El presidente venezolano, efectivamente, cobraba una “comisión de intermediación” a los bancos venezolanos. Que repartía esa comisión de manera poco clara con otros, es algo que la Justicia norteamericana probó parcialmente, mientras la Argentina sigue mirando hacia otro lado.
Cuando el mecanismo inflación, endeudamiento internacional, impuestos a la exportación, mostró su techo, en especial con la caída de los precios de nuestras exportaciones y sin espacio para aumentar cantidades dado que la economía ya operaba a pleno empleo, el gobierno K, con la pasiva complicidad del Congreso y, hasta ahora, la Justicia, recurrió a la apropiación de los fondos de pensión ahorrados por los futuros jubilados afiliados al sistema de capitalización, como una manera de hacerse del dinero necesario para seguir expandiendo el gasto y el control político de gobernadores e intendentes, con vistas a la elección de 2009.
Pero claro, esta “alternativa confiscatoria” a la devaluación aceleró la fuga de capitales privada iniciada a mediados de 2007, cuando la inflación, y la mentira en el CER, ya indicaban dificultades para seguir incrementando el gasto y colocar deuda a tasas razonables.
Fuga que creció en el trimestre de la “batalla de la soja”, en donde también se adivinaba junto al ánimo destituyente de la oposición, el ánimo confiscatorio del oficialismo. Empezando por la rentabilidad del campo.
Pero este esquema de “vale todo” para evitar la devaluación, no aleja demasiado ni el riesgo de devaluación, ni el riesgo de default, dado que lo que se confisca, en su mayor parte, son pesos, y el problema del sector público es que necesita, al menos, 6 mil-7mil millones de dólares para pagar deuda. Con este panorama, la fuga fue fuerte en el tercer trimestre y generó un frenazo fenomenal en el nivel de actividad de este cuarto trimestre del año.

Ahora, ANSES. De manera que, ahora, el problema se ha agravado. A la caída del nivel de actividad producido por los menores precios de nuestros productos de exportación, hay que sumarle el achicamiento de la economía por la salida de capitales privados.
Y es en ese contexto que el Gobierno lanzó su “Plan Anticrisis”. Plan curioso, dado el problema. En efecto, como he tratado de argumentar, la crisis argentina se origina en la expectativa del sector privado de que la burbuja del gasto público está próxima a estallar nuevamente, porque la fuente de estos años, los impuestos a la exportación, y la mayor recaudación derivada del aumento del consumo interno, se reducen por los menores precios internacionales y por la salida de capitales que produjo el “animus expropiandus” del kirchnerismo.
El gasto público presupuestado aumentaba ya peligrosamente. En especial, por los compromisos en pesos y dólares que corresponden al pago de deuda pública, en un mundo que a la Argentina le ha cortado el financiamiento.
El traspaso al Estado de los fondos que administraban por cuenta y orden las AFJP, aun con los costos de corto y largo plazo que implica el ataque a los derechos de propiedad, parecía alejar el riesgo de financiamiento público de 2009.
Sin embargo, los anuncios, en lugar de concentrarse en confirmar que se alejaba el peligro del default –y por ende el problema de las elevadas tasas de interés en pesos, las expectativas de mayor devaluación, una mayor fuga de capitales privados y más recesión–, se han encargado, en su mayor parte, de mantener dicho riesgo.
El Gobierno no para de “gastar” en anuncios los fondos expropiados a los futuros jubilados. El neto resultante reduce al menos a la mitad, el superávit primario de 2009. Dejando como única fuente de financiamiento (que no sean nuevas confiscaciones), a lo que pueda ingresar por el blanqueo de capitales o al uso de las reservas del Banco Central. Pero a mayor uso de reservas, mayor temor a devaluación futura y mayor salida de capitales privados.
Tratar de ponerle “pesos” en el bolsillo a la clase media y a la clase media alta, ampliar el plan de obras públicas o redireccionar el crédito disponible, sin alejar el riesgo del fin del financiamiento “normal” del gasto público, hace que, al final del día, el sector privado tenga temor a gastar ese menor ahorro fiscal o prefiera ahorrarlo en dólares, a la espera de la nueva devaluación. O cubriéndose de otra confiscación.

Recesión. La intensidad de la recesión de los próximos meses dependerá, por lo tanto, de la evolución de los precios de nuestros productos de exportación. De cuánto devalúen y ajusten nuestros socios comerciales. De cuántos anuncios de gasto se concreten finalmente. De la posibilidad de obtener financiamiento externo “amigándonos” con el mundo, en especial el FMI. De cuántos fondos aporte el blanqueo de capitales. De cuántas reservas esté dispuesto a perder el Gobierno. Del éxito de la “policía” en el control de la salida de capitales. Y de cuánto sea, finalmente, la fuga neta.
Como puede apreciarse, demasiados condicionantes para un pronóstico ajustado. Aunque los números, por ahora, ya reflejan la fuerte desaceleración de la economía y una alta probabilidad de recesión moderada.

Burbuja. En realidad, lo que explotó en 2008 fue el sistema por el cual se reciclaron, durante estos años, los excesos de ahorro globales. Un sistema que permitió un ciclo de crecimiento extraordinario en el mundo, con importantes porcentajes de la población global saliendo de la pobreza y con un protagonismo interesante de los productores de materias primas y alimentos. Lamentablemente, este esquema probó ser maravilloso, pero dependiente de que los precios de los activos fueran siempre para arriba.
En cuanto los precios cayeron algo, todo el andamiaje basado en demasiado crédito y pocos fondos propios se derrumbó. Ahora tenemos a los bancos centrales y los gobiernos del primer mundo tratando de reemplazar, como pueden, esos mecanismos financieros que ya no existen.
Pero los Estados son malos sustitutos del mercado de capitales privado. Y los inversores y consumidores asustados con su futuro, son malos “gastadores”. Ese es un contexto de recesión global del que no será fácil salir rápidamente.
Volviendo a la Argentina y al balance de 2008, lo más probable es que éste, sea el año en que quedó más explícito, el comienzo del fin de la burbuja del gasto público, que se inició en 2003. Está terminando uno de los ciclos de “inflado” más intenso. Estamos en su máximo histórico y en la mayor participación del gasto público en el PBI. Un ciclo que, probablemente, se cierre, definitivamente, en 2009, un período de seis años. Curioso, a juzgar por la demanda de la sociedad, ese mayor gasto no se nota en la calidad de los bienes públicos. Parece que no es sólo poner más plata, hay que saber hacerlo mejor, y eso requiere de instituciones de las que seguimos careciendo. Curioso, también, los mandatos presidenciales, antes de la reforma del ’94, duraban seis años.