Amediados de los 90, Alain Resnais estrenó dos películas al mismo tiempo, llamadas Smoking y No smoking. Ambas comenzaban con una escena en la que un personaje femenino optaba entre fumar o no fumar y, a partir de ese hecho banal, la trama cambiaba sustancialmente. Podría usar ese mecanismo para jugar con mi columna de la semana pasada (para retomarla, por decirlo en el lenguaje de los adultos) y desviarme luego de un comienzo en común. Debería dar como resultado algo así: ¿Qué es una política cultural? Es una pregunta demasiado ambiciosa como para responderla aquí, y además estoy pensando apenas en un proyecto pequeño, concreto, puntual. Me refiero al excelente programa de ayuda a la traducción y publicación de autores brasileños que lleva adelante, desde hace algunos años, la Embajada en Buenos Aires de ese país. De Sérgio Sant’Anna y Milton Hatoum, hasta Daniel Galera, pasando por una nueva traducción de Gran Sertón: Veredas de João Guimarães Rosa, hasta desembocar en el descubrimiento, para el lector argentino, de la obra de João Gilberto Noll, muchos son los escritores que estamos leyendo en castellano gracias a los subsidios del Estado brasileño (en ese sentido, el reciente anuncio del Gobierno argentino de darle continuidad a futuro al programa Sur, de ayuda a la traducción de autores nacionales en otras lenguas, lanzado en el marco de Frankfurt 2010, es una muy buena noticia). Pero el subsidio no es la única variable que explica el fenómeno. Hay al menos dos o tres razones más, que operan en sincronía. Primero, una gran curiosidad sumada a una evidente erudición de parte de los editores argentinos (en especial, los de editoriales independientes, donde se publicaron la inmensa mayoría de esos libros). La política brasileña se encontró con un conjunto de editores dispuestos a pensar la construcción de un catálogo riguroso como su principal activo, abiertos a descubrir nuevas literaturas, y a repensar –en términos lingüísticos, pero también económicos y políticos– qué significa volver a traducir en la Argentina. Luego –o quizás, al mismo tiempo– apareció un idéntico entusiasmo en la prensa cultural y en la crítica literaria, y también en las librerías e incluso entre los lectores. Todo esto se suma a un creciente interés por lo brasileño en general. Más de veinte años de políticas de integración comienzan a dar sus frutos que, aquí sí, bien podrían ser objeto de un estudio comparado de las respectivas políticas culturales.
Y finalmente, la literatura, por supuesto. Lo único que importa. La editorial Beatriz Viterbo, “Patrocinada por la Embajada de Brasil en Buenos Aires”, acaba de publicar Infancia, de Graciliano Ramos, traducido por Florencia Garramuño. Me gusta la operación que hace Viterbo de volver a traducir un texto relativamente contemporáneo (Infancia es de 1945). La primera edición del libro en castellano es de apenas 1948, en una versión de Bernardo Kordon, en la colección La Rosa de los Vientos de la editorial Siglo Veinte (hasta hace poco –y durante años– se conseguía a $ 5 en una librería de viejos de la Avenidad de Mayo, junto con Los cien días, de Joseph Roth, y Primavera en otoño, de Franz Werfel, también editados en la misma y bella colección). En este libro Ramos vuelve sobre el género autobiográfico (podría decirse que Infancia son sus memorias de esa época), si no fuera porque su trabajo de estilista (seco, preciso, contenido, de una discreción casi perturbadora) borra toda frontera entre recuerdo y literatura. Su otro libro autobiográfico, Memórias do cárcere (como Dyonelio Machado, también estuvo preso por ser militante comunista), tiene una dimensión, quizá, más política. En cambio Infancia es una narración aérea, tan sutil como el momento en que un niño deja de serlo.