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Otro alunizaje

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El buen Anton Chéjov insistía en que sus obras eran comedias. Se enojaba con Stanislavski porque aseguraba que, en sus manos, sus comedias no hacían reír a nadie. La clave está en una idea nodular del teatro de Chéjov: no hay nada más risible al hombre que la desgracia ajena. Chejov no lo afirma con cinismo, sino con una suerte de piedad inmensa, esa equívoca piedad que parece haber autorizado a Stanislavski a hacer de la desgracia ajena una cosa tan seria y tan trágica.

El azar ha querido que este enero desafiante en la Argentina me encuentre trabajando en Chile, otro planeta. Hace unas noches, cenábamos a altas horas luego de una función en la vereda de un barcito cuando escuchamos un estruendo seguido de un intenso olor a quemado. Preguntamos al mozo qué podría haber sido aquello. “No sé”, nos respondió socarronamente, “a lo mejor volaron otro cajero automático con una garrafa de gas.” Qué ocurrencia. Seguimos cenando entre helicópteros y bomberos y minutos después, al llegar al hotel, vimos las noticias. Efectivamente habían volado un cajero a treinta pasos de donde comíamos, en la estación del metro Los Leones. La modalidad es cada vez más habitual –parece– en Santiago, la única megalópolis más o menos pacífica de América Latina. Para muchos amigos chilenos, la repetición de este capricho delictivo no parece responder más que a un montaje. En Los Leones, por ejemplo, el acto está filmado discretamente desde un celular, no se llevaron nada y nadie salió lastimado. Más allá de la tensa relación de los chilenos con sus bancos (tensión que se alimenta en la larga historia de dependencia hipotecaria de los civiles con las instituciones financieras), estas explosiones disfrazadas de anarquismo copian mal el argumento de otra bomba reciente en el metro, “un golpe al sistema”, cuyos responsables no fueron jamás identificados y sólo le hacen el juego a la ultraderecha local. Son versiones mutantes del alunizaje, ese método que se intentó en Buenos Aires y que salió tan mal, en el que se roban autos para chocarlos contra comercios de marcas selectas o cajeros.

Sigo con mi cena a treinta pasos del seudocrimen que me haría huir despavorido. ¿A qué se debe? ¿Qué es esa irracional seguridad chejoviana que hace que la desgracia ajena cuanto más ajena sea más risible, al punto tal de no hacerme sentir siquiera en peligro dentro de la propia onda expansiva del cajero?

Mientras escribo, las pantallas chilenas exhiben la conmoción argentina por el fiscal muerto. A la distancia, un dejo de incredulidad, de ajenidad, me hace ver este otro guión también como un alunizaje absurdo. Ya nos haremos cargo de asimilar el desastre –o no– al desembarcar en Ezeiza, pienso, pero estoy sin conexión, en un pueblito de nombre impronunciable, allí donde los Andes se hunden en el mar, y pese al aislamiento sé que no hay dónde refugiarse de esa fatalidad escrita siempre por otros y que se nos vende como la única realidad real e ineludible.