El azar y la distracción, que por suerte perviven aún, me han permitido no sólo otorgarme un momento de respiro del sótano –por no decir calabozo– político local, sino descubrir otra melodía. Se trata de un breve ensayo de Amartya Sen publicado por la New York Review of Books el 26 de junio de 1997. Se llama Tagore and his India. La prosa del premio Nobel de economía es deslumbrante por su sencillez y elegancia. La presentación del poeta hindú es generosa en datos. No sólo nos ofrece una estampa del escritor, sino que lleva a cabo la desmitificación de la representación turística que de él como de la cultura de la India se tiene en Occidente. Rabindranath Tagore aparecía como una especie de santo bendecido por la naturaleza y los dioses. Bello, alto, una larga barba blanca, sus togas, lo convertían en un ser majestuoso portador de una sabiduría milenaria. Su nombre me evoca recuerdos personales, ya que sus textos inspiraron mis primeros esfuerzos por escribir. Fui un lector adolescente de un pequeño libro que pude volver a conseguir en su edición original de Guillermo Kraft, Aves errantes, un texto de aforismos que siendo joven quise imitar. En la edición de Aguilar de sus obras selectas lo llaman Pájaros perdidos, en inglés es Stray birds; desconozco el nombre bengalí. Es interesante comparar traducciones. Nos muestra las riquezas de la lengua. En aquella época no tenía dudas de que Aves errantes era un modo poético y acertado de entregar el verso bengalí. Pájaros perdidos pertenecía a un vocabulario propio de una prosa plebeya, vulgar. Hoy mis preferencias estéticas están invertidas. La belleza se convirtió en cursilería, y lo ordinario en fuerza viva y bruta característico de un modo directo de describir. De todos modos, si cotejamos uno de los primeros aforismos, el lector juzgará si lo que denomino bruto y viril no es sencillamente horrible, y lo cursi aceptablemente bello. Aves errantes dice así: “El mundo quita su máscara de vastedad para su amante. Se hace tan pequeño como un canto, como un beso de lo eterno”. La otra traducción dice: “Para quien lo sabe amar, el mundo se quita su careta de infinito. Se hace tan pequeño como una canción, como un beso de lo eterno”. Entre ‘máscara de vastedad’ y ‘careta de infinito’, cada uno puede elegir el sabor que prefiera. El texto de Sen incursiona en el pensamiento político de Tagore. Lo confronta con el de Gandhi. Eran dos seres excepcionales que diferían en su concepción de la India, de su historia, de su presente y de su visión del futuro. Tagore defendía la cultura hindú como un baluarte, pero necesitaba del mundo, de Occidente, de la diversidad multicolor que identificaba a un continente en el que religiones e idiomas convivían hacía siglos. Además, consideraba que la tecnología y el progreso científico eran un bien necesario para que su país eliminara las lacras de la miseria y el analfabetismo. Criticaba el arcaísmo de Gandhi, rechazaba su idea de que cada uno de los habitantes de la India debía dedicar aunque fuera un momento del día a hilar. La rueca con su hilado, el movimiento lento, repetitivo y giratorio de esa tejeduría elemental eran para el libertador todo un símbolo, una bandera de su pueblo al que convocaba no sólo a defender su artesanía y fuentes de trabajo, sino para proteger su identidad cultural. Para Tagore, representaba un arcaísmo y una sacralización del atraso. También los enfrentaba la cuestión nacional. Para Gandhi, el nacionalismo era una fase ineludible de cohesión y para Tagore, un factor de aislamiento. El otro punto llamativo del escrito está dedicado al tema del celibato y la vida personal del poeta. Tagore enviudó a los veinte años de matrimonio y nunca se volvió a casar. Misteriosamente, su cuñada, con la que mantenía un amor platónico, se suicidaría a los veinticinco años, cuatro meses después de que Rabindranath llevara a cabo aquella primera y única boda. Amartya Sen nos recuerda que el poeta viaja a Buenos Aires en el año 1924, invitado por Victoria Ocampo. Señala que la posibilidad de que se diera entre ellos una relación pasional era desestimada por Tagore, sólo afecto a vínculos sublimados. Cita al amigo del poeta Leonard Elmhirst que lo acompañó en el periplo: “Además de haber adquirido una aguda comprensión de sus libros, (Victoria) estaba enamorada de él –pero en lugar de contentarse con tener una amistad basada en el intelecto, estaba urgida por establecer una especie de derecho de propiedad que él sencillamente no soportaba”. Sin embargo… Sen dice que Tagore se sentía muy atraído por su antigua anfitriona. La invitó a la India, a su renombrada escuela de Santiniketan, y ella no fue. Se encontraron en Francia, en el año 1930, y la avanzada de Victoria siguió junto a la reticencia del poeta. En su libro Tagore en las barrancas de San Isidro, Victoria recela de algunos comentarios que hizo el poeta en una carta a Romain Rolland. Escribía Tagore: “Mi ojeada a América del Sur no es reconfortante. La gente se ha enriquecido de repente y no ha tenido tiempo de descubrir su alma. Es lastimoso ver su absoluta dependencia de Europa para sus pensamientos, que deben llegarles totalmente hechos. No les avergüenza enorgullecerse de cualquier moda que copian, o de la cultura que compran a aquel Continente…”. Responde su enamorada: “¿Pero dónde íbamos a ‘comprar’ nuestra cultura, sino en los países de donde venimos, de que somos hijos y herederos forzosos? ¿Acaso la cultura europea no es también nuestra? ¿Podemos limitarnos a la cultura quichua, o guaraní, o de los indios comechingones?”
Ya no recuerdo qué era lo que tanto me atraía de los aforismos de Tagore. Decir misticismo es dar en el blanco sin saber cuál es. El querer ir más allá no indica dirección alguna. Victoria nos dice que cuando leyó Gitangali atravesaba una de esas crisis de las que la juventud imagina que nunca podrá salir con vida. Agrega: “El dios de Tagore, pensaba yo, quien ignora, sin saber a veces nombrarla, la angustia de la separación. ¡Y ese apetito de unidad que tanto en Occidente como en Oriente es amor!”
Este apetito de unidad no da respiro. Puede llegar a asfixiarnos. Subyace una melancolía en esa búsqueda de la unidad. Algo parece haberse perdido. Hacer de la separación una herramienta fecunda y una afirmación de vida fue la lección nietzcheana. A pesar de las apariencias, también es la consecuencia de la filosofía de Platón, aquel que remite a esta unidad trascendente mediante Eros, el hijo de Afrodita. Pero para hacerlo, el filósofo ateniense debió escribir, salir de sí, expresarse en una forma, situar las ideas en un drama, convertir a Sócrates en un comediante. Decidió ser un habitante de una materialidad limitada, perecedera, como la Caverna, y fundar la Academia. Convirtió así la separación en una relación con el mundo y con los hombres. Acopló así la fracción al infinito. Platón desconfiaba de la escritura, lo alejaba de lo bello inmaterial. Tagore desconfiaba de la escritora, lo acercaba demasiado.
*Filósofo www.tomasabraham.com.ar