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Otro otoño del patriarca

En los últimos tiempos se lo veía aparecer con su aire de inmortalidad amenazada, copiándose a sí mismo como si fuera su propio muñeco de cera vestido con el uniforme verde oliva sin estrenar.

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En los últimos tiempos se lo veía aparecer con su aire de inmortalidad amenazada, copiándose a sí mismo como si fuera su propio muñeco de cera vestido con el uniforme verde oliva sin estrenar, con su voz de buey asmático y su traza alucinada de Quijote de a pie ya disuadido de sus andanzas pero con todo su poder intacto ejercido con ademanes mínimos de consecuencias máximas porque qué hacemos con los traidores mi comandante, qué hacemos con los presos disidentes de la hamburguesa y el dólar, qué se hace con los traidores aferrados a las balsas desbaratadas por el oleaje bravo de las mareas enloquecidas del Caribe, los prófugos a la deriva, los náufragos salitrosos, sedientos, amamantándose del milagro doble de una nodriza mulata en el medio del páramo del mar, los traidores que en la penumbra oxidada de sus patios clandestinos transformaban sus viejos Chevrolets pintados de colores pastel en lanchas anfibias que los sacarían de una vez y para siempre de aquella isla que parecía detenida en el tiempo pero que estaba en realidad devastada por la acumulación destructora de los años sobre la misma chatarra agrícola, sobre el orgulloso carromato soviético, sobre la arquitectura desvencijada, bombardeada por la acción silenciosa de la inercia, qué hacemos mi comandante, pues muy fácil compadre a los traidores se los fusila contestaba bajando el brazo con un gesto desdeñoso, el gesto exacto del capitán del pelotón cuando ordenaba fuego, el mismo gesto de su mítico compadre de la divina presencia y el puro fotogénico que fusilaba maricas contra los muros de piedra caliente de la prisión, un solo gesto reumático de anciano crepuscular que descerrajaba el fuego sobre los traidores con el aval de los gobiernos más cobardes de las repúblicas del sur, los gobiernos de malos escritores y peores poetas que lo recibían y lo halagaban cortando las avenidas para que pudiera dar sus discursos de tres horas televisadas frente a los nietos de los primeros burgueses descarriados, que repetían intactas las consignas amarillentas de sus padres muertos, asesinados, que no llegaron a ver al comandante dando entrevistas infinitas a jugadores de fútbol recién recuperados del insomnio resplandeciente de la cocaína, jugadores con su imagen tatuada en el tobillo, su vivo retrato barbado que seguía hablando desde la tinta negra de la piel en las alucinaciones de la abstinencia y después en las recaídas del mejor jugador de todos los tiempos que había hecho aquel famoso segundo gol a los ingleses el día que se acabó el realismo mágico.