Seguramente persuadido de estar haciendo y diciendo lo más correcto, Alejandro Sabella agradeció el homenaje que esta semana le hizo el Congreso de la Nación, congratulándose de que fuera ése el ámbito del reconocimiento al subcampeón mundial de fútbol. Recordó Sabella que el Congreso estuvo cerrado durante los años del gobierno militar y, por eso, manifestó que, ahora que no está cerrado, gracias a la democracia, era el mejor lugar para presentarse y ser reconocido. Tengo noticias no demasiado buenas para Sabella: ¿está seguro de que el Congreso no está cerrado?
Tal vez no haya derecho a exigirle sofisticación política al ex jugador de Estudiantes de La Plata, pero la aclaración vale en sentido estratégico.
Dotado de 257 diputados, 72 senadores y nada menos que 11.154 funcionarios rentados, lo que en teoría insume un presupuesto de más de 1.800 millones de pesos al año (a los que siempre se agregan partidas de refuerzo), el Congreso está planchado y es probable que así siga hasta fines de 2015. El escándalo Boudou y la ya voraz interna presidencial peronista de cara a las elecciones de octubre del año que viene son razón suficiente para que la opresiva mayoría oficial tenga al Legislativo en situación de default funcional. No legisla, no produce leyes, pasa inadvertido, cual robusto pero a la vez fláccido organismo desprovisto de sentido y misión.
Según el núcleo ideológico oficial, el Congreso sólo sirve para promulgar como ley los apetitos presidenciales. Nadie en él se diferencia, al menos desde el oficialismo, de esta definición lóbrega: es un Legislativo que se asume para obedecer disciplinadamente, nada más. Incluso leyes de enorme proyección social, como la de diabetes, que han sido votadas por unanimidad, no logran ser reglamentadas con la firma presidencial. Pero no hay nada de históricamente excepcional en este modo de asumir la tarea legislativa por parte del peronismo. Desde 1946 a 1955 el Congreso fue apenas un recurso formal de Juan Perón para convalidar una autocracia pura y dura, con legisladores expulsados y virtual toque de queda en los debates parlamentarios.
En la sesión de la Cámara de Diputados del 5 de agosto de 1948, el peronista José María Conte Grand historió las intervenciones en el recinto del fogoso radical Ernesto Sammartino, tachándolas de “ofensivas y humillantes”. La disidencia la fundamentó por la minoría el diputado radical Alfredo Vítolo, apelando a una evocación estremecedora: “Al cerrar el Parlamento británico, en 1600, Cromwell colgó un cartel que decía ‘Se alquila esta casa’. Cuando la oposición es silenciada, deja de existir el gobierno republicano y la mayoría comete un golpe de Estado, como decía Royer Collard en la cámara francesa”. Redondeó Sammartino: “No hemos venido aquí a ensayar reverencias frente al látigo, ni a bailar lanceros. Esta no es una boîte de moda, ni un club social. Esta es la Cámara libre de un pueblo libre y un presidente de la República no puede hablar como el jefe de una tribu al compás de tambores de guerra, para despertar el odio o la adhesión de las turbas ululantes”. Con los meses, el peronismo también expulsó de la Cámara a Agustín Rodríguez Araya, Ricardo Balbín y Atilio Cattáneo, todos radicales. Desde la presidencia de la Cámara, otro antecesor de Domínguez, Cámpora, mostraba su blanca dentadura, sonreía y obedecía.
Tras las elecciones de 1973, el Congreso le dio a Perón todo lo que necesitaba, incluyendo el nombramiento de Raúl Lastiri el 13 de julio de ese año, quien asumió como presidente de la Nación en funciones hasta octubre, tras ser descabezados en virtual golpe de Estado Héctor Cámpora y Vicente Solano Lima. La sucesión correspondía al presidente del Senado, el peronista Alejandro Díaz Bialet, pero ¡justo ese día! fue enviado como “embajador plenipotenciario a fijar la posición argentina ante la Asamblea General de los Países No Alineados” (sic), con lo cual quedó en la línea de sucesión el mencionado Lastiri, puesto por Perón como presidente de la Cámara de Diputados (cargo que desempeña hoy Domínguez). En el uso y abuso del Congreso y en la obediencia al caudillo vigente, el peronismo nunca fue excesivamente reticente. En 1974, las crisis nerviosas de María Estela Martínez abrieron el camino para el nombramiento de Italo Luder a cargo del Ejecutivo, cargo que desempeñó del 13 de septiembre al 17 de octubre de 1975.
No es sólo un brutal y hasta repelente pragmatismo; el peronismo no digiere la separación de poderes y, en cambio, acepta con entusiasmo la noción de un presidencialismo tan explícito como descarado. Nada de lo que sucede ahora es, por consiguiente, demasiado novedoso. Aunque cabría anotar, ya que los actuales comandantes de la nave presidencial se referencian en sus padres biológicos o ideológicos de los 70, que los rebeldes de entonces fueron tan delirantes (o corajudos) como para plantársele a Perón. Inimaginable hoy que desde las huestes oficiales sean muchos los que se atrevan a recuperar la legitimidad y funcionalidad del Congreso. Ese fue, pues, el bienintencionado e ingenuo arrebato de Pachorra Sabella, creer que el Congreso estaba abierto. No lo está; antes bien, el opaco Poder Legislativo suele estar cerrado de vacaciones, por decisión exclusiva de quienes se aseguraron allí tamaña y tan ominosa mayoría automática.
Los argentinos deberían pensar cómo y a quiénes votan. Y cuando verifiquen los resultados, preguntarse “¿qué se siente”?