Corría el mes de julio de 1994. Maradona, que siempre se mostró muy propenso al juramento, juraba por sus hijas: juraba que no se había drogado. No solamente decía que no se había drogado: lo juraba; y no solamente lo juraba: lo juraba por las hijas, por Dalmita y por Gianinna, que es más que jurar por la madre, que es más que jurar por Dios.
Le creímos. Lloramos porque él lloraba, y le creímos. Catorce años pasaron desde entonces. Y ahora precisamente, promediando el año 2008, venimos a enterarnos de que sí: de que sí se había drogado para jugar aquel partido del que una enfermera rolliza se lo llevó directamente hacia el frasquito delator. ¿Qué pasó? ¿Juró en falso Maradona? ¿En el nombre de las nenas, cayó en flagrante perjurio? No. Definitivamente no. Diego dijo la verdad, la verdad y la pura verdad, con la prueba de las lágrimas y de la invocación filial. Porque se había drogado, sí, pero no lo sabía.
La tan mentada ruta de la efedrina, la que lleva de Maschwitz a Sinaloa, lleva también de 1994 a 2008. Y en 2008 revela que la efedrina se trafica y en el negocio mueren personas, que la usan los que encuentran a la vida insuficiente, que dispara consecuencias del orden de la irregularidad. Jugar con efedrina vale entonces por doping, y era lo justo.
Los hijos no son responsables de las cosas que juran sus padres. Y mucho menos lo son de las cosas que sus padres hacen o pueden haber hecho. Tiene que saberlo sin falta el bueno de Mariano Martínez, a quien a propósito de la efedrina agobian en estos días para que diga lo que sabe sobre los tratos del que lo engendró. ¿Es el precio de la efedrina? No, es el precio de la fama. Las vidas familiares adquieren estatuto público.