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Padres e hijos

Padre e hijo 20240413
Imagen ilustrativa | Padres e hijos | Unsplash | Harika G

El título de esta columna es igual al de una de las mejores novelas del siglo de oro ruso, escrita por uno delos más lúcidos autores del siglo XIX, Ivan Turgueniev. Allí se dirimen cuestiones de herencias. No de dinero o tierras sino de valores e ideales. Más que nada, la posibilidad de diferenciarse. Esto no implica un corte o una distancia, sino la aceptación de distintas maneras de querer existir. No se contrae una deuda con el nacimiento; es el principio de lo que difiere. Y allí radica la primera y principal libertad. Por eso es tan chocante cuando escuchamos en la actualidad (¡siglo XXI!), a un referente de los supuestos “Libertarios” esgrimir las siguientes palabras: “Libertad es que si no querés mandar a tu hijo al colegio porque lo necesitás en el taller, puedas hacerlo”. Después de haberla dicho, salen los desmentidos (de lo realmente escuchado), el no quise decirlo (pero lo hiciste), lo toman fuera de contexto (no lo necesita), se arrepiente (menos mal), o esas palabras son consideradas por su entorno como “desafortunadas” (eufemismos). 

Es una vergüenza escuchar semejantes postulados de supuestos “intelectuales” del Gobierno actual. Pero a la vez, los exabruptos facilitan reconocer más rápidamente a las personas; el dicho es un hecho. Y el pez por la boca muere. Si, según Benegas Lynch, un padre puede hacer lo que quiera con su hijo, con el argumento de que lo necesita en el taller, privándolo de la libertad de elección de una vida, que sin lugar a dudas depende las herramientas que adquiera en la educación (pública, privada, hogareña, lo que sea) permitiéndole ampliar su horizonte de vida y expectativas, retrocedemos mucho más de los cien años que algunos arguyen que venimos atrasando. 

No puedo dejar de sentir la frase como un golpe al futuro de tantos jóvenes. Y volver a ver a mi padre, a sus dieciséis años, cuando su padre lo instó a trabajar en la fábrica, en lugar de asistir al colegio. En aquel entonces, mi padre leía poesía y era mensajero de Juan Carlos Onetti. Hostigado por mi abuelo, se escapó de la casa y deambuló por las calles, hasta que el propio Onetti, comprendiendo la situación, le dio una carta para que Victoria Ocampo, del otro lado del charco, le hiciera una prueba de traducción en la revista Sur. Y así con diecinueve años tradujo Samuel Johnson, Wilde, Stevenson, Virginia Woolf, entre tantos otros. Y así se inventó una vida en la que cupimos después sus cuatro hijos, y de la que a su vez nos bifurcamos. Quizá mi padre había leído a Turgueniev, un autor e intelectual mucho más actual que los que hoy vociferan destinos ajenos.

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